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ELECCIONES CATALANAS
Tribuna
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El independentismo como idea autodestructiva

La fijación en la política catalana por reducir todo a algo binario ha hecho que el soberanismo mate al catalanismo

Tribuna Luque 17/05/24
ITZIAR BARRIOS

Siempre pensé que una de las singularidades del independentismo catalán era que una parte se veía proyectada en la causa de los palestinos y otra en la de los israelíes. Uno puede ver esto como una prueba inequívoca de confusión. Yo prefiero verlo como un síntoma de la obsesión recalcitrante con la idea de que lo más importante es que te definas por uno de los bandos. Hay que reducir toda cuestión política a un problema binario en que cada una de las vías representa una nación. Y luego elegir.

Es con esta fijación por lo binario como el independentismo mató al catalanismo político. Dada la complejidad sociológica de Cataluña, el catalanismo emergió en los años setenta como la mejor narración para preservar la lengua y la cultura catalanas al difundirlas entre capas de la población que venían de otros lugares de España, sin obligar a nadie a repudiar sus orígenes. Con la Transición, el catalanismo añadió una dimensión político-institucional a su proyecto: el autogobierno; a cambio, se exigió al catalanismo lealtad no a España, sino a la Constitución. El catalanismo no dejaba de ser un sistema de contrapesos político-culturales: cohesionaba a la población catalana alrededor de unas pocas ideas fundamentales (lengua, cultura, Generalitat) al mismo tiempo que se subordinaba al entramado constitucional; ponía énfasis en el difícil porvenir de la cultura catalana sin pretender perjudicar la española; y admitía la pluralidad interna de Cataluña sin dejar de admitir también la de España.

Bajo el influjo del catalanismo no hacía falta decantarse por España o por Cataluña porque había un camino en que nadie perdía todo y todos perdían algo. Así, nos llegó un mensaje bastante parecido al que anhela cualquier antinacionalista del mundo: éramos libres de tener que definirnos nacionalmente. O por lo menos así lo viví yo y muchos de quienes crecimos en la Cataluña de los ochenta y los noventa.

El advenimiento del independentismo como movimiento central necesitaba sacar del mapa al catalanismo. El famoso derecho a decidir se reivindicaba como un derecho, pero en su fuero interno los independentistas nunca lo concibieron así. El independentismo, guiado por la obsesión por lo binario, creía no en el derecho sino en la obligación de decidir: había que forzar a la población de Cataluña a decidir entre España y Cataluña. El catalanismo, recuérdese, estaba construido sobre la libertad de no decidir. Por una combinación de circunstancias, la obligación de decidir se fue imponiendo a la libertad de no decidir. En ese momento, yo y muchos otros pasamos de ser personas a quienes nunca nos había quitado el sueño definirnos como españoles o como catalanes a ser, por decreto binario, españoles que viven en Cataluña. El catalanismo había amparado que mi identidad fuera indefinida y había engendrado en mí la idea de que las discusiones identitarias carecían de sentido. El independentismo no podía tolerar esto. Prefería que yo fuera un español en Cataluña a alguien indefinido. Así que había que cargarse el catalanismo. Y se lo cargaron.

Al destruirlo, no solo destruyeron la feliz identidad nacional indefinida o vacía de la que algunos disfrutábamos, sino que se cargó algo mucho más importante para los intereses del independentismo. El catalanismo había hecho que gente de identidad indefinida hiciéramos nuestra la causa de la lengua, la cultura y el autogobierno. Al convertirnos en extranjeros, el independentismo logró que esas causas dejaran de ser nuestras. No es que ahora estemos en contra, por lo menos no es mi caso. Es solo que ya no son causas que sintamos como propias; es solo, en fin, que ya no forman parte de nuestra identidad indefinida. Podemos negociarlas. Podemos llegar a acuerdos para implementarlas. Pero el independentismo las patrimonializó y nos conceptualizó como extranjeros en nuestra tierra. Donde antes esas causas tenían a aliados políticamente innatos, el independentismo creó a adversarios que las ven con algún grado de simpatía, pero ya no como parte estructural de su proyecto político.

Los cerebros independentistas creían que esas causas crecerían al unísono con el independentismo. Esto se demostró, incluso en los momentos más álgidos del procés, falso. El catalanismo combinado de CiU y el PSC, con la contribución indispensable del PSUC y más tarde de ICV, jamás fue superado por ningún resultado electoral del independentismo desde 2015. El catalanismo fue siempre más ancho que el independentismo. Y la defensa de la lengua, la cultura y el autogobierno fue siempre más potente en manos del catalanismo que en manos del independentismo. El fracaso del independentismo respecto del apoyo popular a las causas que en el fondo son su razón de ser es un fracaso colosal. Prefirieron dejarse embelesar por la fantasía del Estado independiente que preservar el consenso alrededor de las causas últimas de su existencia.

El catalanismo ya no regresará. El PSC se ha vuelto mucho más pragmático. En los años noventa, defendió el catalanismo a pesar de que hacerlo probablemente lo perjudicaba en las elecciones autonómicas (en las municipales y en las estatales, la cuestión catalanista solía ser menos decisiva). Los socialistas catalanes creían en el catalanismo aunque esto implicara renunciar a la Generalitat. Pero una vez el independentismo dictó sentencia de muerte contra el catalanismo, el PSC se sintió liberado y pasó a ser más pragmático. Ahora harán lo que haga falta para ganar elecciones. Dirán “Lérida”. Harán mítines en castellano. Pero también aprobarán leyes de amnistía o indultos. Combinará ideas no por estrategia, sino por táctica: su prioridad ahora es el poder, no el catalanismo. Y no resucitarán el catalanismo porque para hacerlo necesitarían que los independentistas dejaran de serlo. Y estos no lo harán porque siguen obsesionados con lo binario. Con decantarse. Con obligar a decidir. Con elegir bando donde bando es nación.

Es posible que en algún momento la intelligentsia independentista pensara que el catalanismo había sido una etapa previa y necesaria hacia el independentismo (idea que, curiosamente o no, compartirían con la intelligentsia fundacional del fenecido Ciutadans). El catalanismo así concebido no habría sido un fin en sí mismo, sino un medio para “catalanizar” a quienes no éramos catalanes de origen y alcanzar así el verdadero fin: convertirnos en independentistas a medio plazo. Una vez hecho el trabajo, tocaba enterrar al catalanismo. Si la intelligentsia independentista lo vio así, buscó reescribir la historia. Y es que el catalanismo no era una manera de catalanizar a nadie, sino una manera de hacernos libres de elegir nación, una manera, en fin, de disolver un falso dilema.

Si las elecciones del 12 de mayo sirven para hacer balance de los último diez años, el del independentismo es desolador. Ha acabado con el apoyo transversal a las causas que lo justifican. No ha conseguido la independencia. Ha destruido el prestigio de las instituciones del autogobierno. Y ha alumbrado, como fruto de su fracaso pero también de su éxito, Aliança catalana, la extrema derecha independentista. Este partido atraerá cada vez a más independentistas, seducidos por la idea de lo que su líder, Sílvia Orriols, llama “la Cataluña occidental”, es decir, una Cataluña sin árabes (y sin españoles). Y todo el meticuloso trabajo hecho internacionalmente, consistente en no dejar que el independentismo catalán se viera asociado con el equivalente local de la ultraderecha xenófoba y nacionalista que crece en Europa, se irá al traste. El consenso acerca de la lengua y la cultura es historia, la independencia se ha convertido en una idea lunática para gente que alguna vez había creído en ella y “la Cataluña occidental” resonará en toda Europa. La obsesión por lo binario no solo es destructiva: es autodestructiva.

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