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Columna
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Proteger el mundo común

La lucha por la democracia lo es también por la autonomía de cada uno de sus espacios

Mariam 28 abril
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Existen pocas cosas hoy sobre las que haya consenso, y una de ellas es que proliferan los ataques a las democracias. El lenguaje crispado, los bulos o la censura misma son algunas de esas amenazas, una larga lista a la que se añade esta emocionalidad que lo permea todo, colonizando un espacio compartido que debería ser gobernado por la cortesía. Sin olvidar la excesiva presencia de los partidos políticos que, con sus propias narrativas de poder y sus llamadas a la movilización de una ciudadanía cada vez más atrofiada, pretenden ocupar todo el mundo de la vida. Por eso es interesante lo que sucede en los campus universitarios de EE UU, con sus estudiantes instalados en tiendas de campaña mientras aumentan los desalojos policiales. Estamos ante “el fantasma del movimiento contra la guerra de 1968″, ha dicho The New York Times, una contestación a la solidaridad incondicional de Occidente hacia el Gobierno extremista de Netanyahu, el mismo que practica un exterminio masivo contra una población indefensa con la conciencia tranquila de quien se sabe protegido por una suerte de razón moral histórica mal entendida. Es esa la narrativa que contestan los estudiantes en este mayo del 24 que podría ocasionar muchos problemas a la reelección de Joe Biden.

Pero lo más interesante del debate en torno a la universidad está en volver a reivindicarla como un espacio libre de la pugna política y donde, además, se fomente el debate racional. Comprendo que hoy no es nada sexy evocar la racionalidad, aunque ser una persona razonable no signifique renunciar a ideas descabelladas o excesivas: lo que nos hace razonables es nuestra disposición a escuchar a quienes pretenden explicarnos por qué nuestras ideas podrían ser incorrectas o inadecuadas. Los estudiantes quieren explicarnos precisamente eso, que las narrativas de poder que legitiman lo indefendible están profundamente equivocadas, y que es posible explicar y contar el mundo de otra manera, y por lo tanto cambiarlo. Resulta estimulante esa manera de entender las asambleas y las manifestaciones como otra forma más de discurso desde la que es posible describir la realidad de forma alternativa. Los gobiernos, recuerda el filósofo Pankaj Mishra, han eufemizado expresiones como “guerra” para referirse a una matanza producida a escala industrial, mientras algunos medios son simplemente una “voz pasiva” que canaliza el crudo lenguaje del poder por miedo a parecer radicales.

La lucha por la democracia lo es también por la autonomía de cada uno de sus espacios: el de las instituciones, el de la ciudadanía, el de los medios de comunicación. La democracia no propugna una verdad para todos ellos sino, como decía Rafael del Águila, una “pluralidad de puntos de vista y la existencia de audiencias alternativas ante las que podamos defender nuestra perspectiva interpretativa de la realidad”. Al margen de que la objetividad exista o sea siquiera posible, en democracia debemos tener la “libertad para narrar el mundo de maneras distintas”. Si lo piensan un poco se darán cuenta de que, paradójicamente, no hay mejor manera de proteger el mundo común que defender el derecho a expresar posiciones distintas a las nuestras porque, en realidad, “la conversación con otros constituye nuestro único acceso al mundo objetivo”. Y es esa idea de democracia, me temo, la que está amenazada por la sofocante mirada identitaria, por una atmósfera demasiado cargada de emocionalidad con la que nuestros partidos políticos nos arrinconan, colonizándolo todo.

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