Responsabilidad política y orientación científica
La indicación de los expertos no evita que sea el político quien decida entre diversos cursos de acción
La crisis del coronavirus no solo remueve los cimientos de nuestra concepción clásica de la política. También trae problemas muy antiguos al campo de las decisiones reales. En el futuro, la visión que tenemos de la ciudad como lugar de debate se tambaleará por el miedo que nos producirán las reuniones. Una reducida aula, por ejemplo, va a pedir mucha prudencia para convocar a un notable número de estudiantes que discutan a Hobbes o Maquiavelo. Pero la teoría política clásica no va a desvanecerse por la amenaza del coronavirus. Posee aportaciones netas.
En una actualidad tan rara e inédita como la pandémica, los ciudadanos quieren saberlo todo. Algunos políticos más experimentados se apuntan a este deseo irrestricto de transparencia. El dilema entre lograr la salud de los ciudadanos y reconstruir rápidamente la maltrecha economía es un quebradero de cabeza extraordinario para cualquier responsable político. Tomar decisiones en un marco de excepcionalidad requiere urgencia y buen conocimiento del contexto. Para ello, se necesita que las decisiones estén concentradas en pocos, no solo durante el estado de alarma. Una discusión estratégica que cuestione todo agriamente, con objeto de obtener réditos políticos, es un obstáculo ilegítimo. Incluso en situaciones de normalidad, el ámbito de decisión política posee una operatividad propia. Los decisores elegidos procurarán orientarse por los mejores dentro de los funcionarios de la Administración y los comités y organismos científicos. Más les vale. Suponer que la lista de expertos deba ser de conocimiento público exhaustivo no arregla mucho. La orientación científica se demostrará valiosa si los resultados se manifiestan positivos.
Por ello, los ciudadanos debieran anotar en su agenda dos cuestiones básicas de siempre en la discusión política. En primer lugar, consideremos que el juicio político está en un punto medio. La solución del dilema entre salud y desarrollo económico no está ni en un extremo ni en otro. Decisiones prudentes de distanciamiento permitirán movilizar el trabajo, pero representarán un obstáculo a la rentabilidad económica abierta. El juicio político situado en el punto medio no debe ser monopolio de los representantes y debiera impregnar la reflexión ciudadana. Rafael del Águila aportó una tipología muy ilustrativa de dos vicios corrientes en desjuiciados: el ciudadano “impecable”, que busca la justicia a toda costa, y el “implacable”, que pretende la seguridad posponiendo logros morales irremplazables. Si el coronavirus vino a permanecer, las crisis sanitarias y económicas buscarán salidas que encierren sacrificios en la salud y la economía. Siempre se dan sacrificios de bienes importantes que casi nunca pueden lograrse en términos absolutos. No cabe reivindicar su logro absoluto frente a otro. No creo que pueda decirse en serio que “la salud es ante todo”. Que sea fundamental no evita que podamos morir de hambre si no se reactiva la economía. También cabe morir de tristeza, abulia o sedentarismo.
Un segundo aspecto a considerar es que no hay patrones de pesos y medidas para resolver estos dilemas. No existen ni en el Museo de Artes y Oficios de París. Que la decisión al dilema se reserve a la responsabilidad política no sólo abarata los costes de decisión. Nuestra opinión nunca va a ser suficientemente sólida para salir de estos laberintos políticos. Nunca llegaría a ser experta. No se sustraerá de los bulos. Es idónea la decisión política mejor documentada. Las agencias de expertos dan indicaciones fiables para decidir responsablemente. Con mayor precisión de la que tenemos ustedes y yo. Pero la indicación experta ni da una orientación definitiva y segura ni evita que sea el político quien decida entre diversos cursos de acción que tendrán ventajas, inconvenientes y peligros.
Jean-Michel Blanquer, ministro de Educación de Francia, ha dicho: “Abrir la escuela es una decisión política, no de los científicos” (EL PAÍS, 12-05-20). Nada más cierto. La opinión científica no es el nuevo patrón exacto para las medidas y decisiones dilemáticas sobre lo que conviene hacer. Max Weber, hace más de cien años, hacía acopio de la epistemología liberal. Decía que cuando se sale de la mera empiria científica, el político se encuentra ante el politeísmo valorativo. No tiene sustento científico que le evite tener que elegir. No hay orientación científica definitiva que sustraiga al político del peso más pesado, de la decisión más dificultosa: su elección va a tener consecuencias muy graves entre los ciudadanos y, a veces, se ve acompañada de incertidumbre. La “justicia”, el “bien”, la “belleza” y la “verdad científica” no son inexpugnables. La comunidad científica se desenvuelve con debates y zozobras no sólo ante cambios de paradigmas o emergencias sanitarias casi inéditas. Siempre posee pluralidad y fraccionamientos de opinión. Puede orientar al político, pero no sacarle del atolladero.
Debiéramos andar más cautos. Nunca invocar el “¡¡Hágase justicia y perezca el mundo!!”. Conviene valorar las decisiones políticas por sus resultados mejores o peores. No por las intenciones. Fueran estas veladas o, más o menos, transparentes.
Julián Sauquillo es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La reforma constitucional: sujeto y límites del poder constituyente (Tecnos).
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