Barcelona en el bosque oscuro de internet
El instinto nos pide proteger lo que amamos de la Red y de los depredadores que llegan con él
Las paradojas científicas son inquietantes, pero pocas tanto como la de Fermi: es incoherente que existan miles de millones de posibilidades de que otras civilizaciones inteligentes convivan con la nuestra, pero que ninguna se haya manifestado aún. O, como dijo el escritor Tim Urban, si se pueden contar cien planetas parecidos a la Tierra por cada grano de arena, ¿dónde está todo el mundo? Una de las posibles respuestas la desarrolló el autor chino de ciencia ficción Liu Cixin en su Trilogía de los tres cuerpos, recién adaptada por Netflix. En un universo de recursos finitos, la estrategia más segura para una civilización es fulminar al resto cuando aún se encuentran en un estadio menos desarrollado. Por lo tanto, el gran silencio del cielo es una calma tensa, como la de un bosque oscuro plagado de depredadores donde todos están quietos, escondidos y callados porque en un sitio peligroso no conviene llamar la atención.
Esta sugerente metáfora también se ajusta de maravilla a la Red, como explicó en 2019 el autor Yancey Strickler en un artículo que hizo fortuna, La teoría del bosque oscuro de internet. En él planteó que los humanos, para escapar de los comportamientos predatorios del internet más visible y convencional -como el acoso o la explotación de los datos personales-, nos estábamos refugiando en lugares más íntimos, lejos de la indexación de buscadores y plataformas, y su teoría cada vez tiene más sentido. Es significativo que Barcelona haya retirado de Google Maps la información sobre una línea de autobús urbano que había sido masificada por el turismo. Una vez fuera del panóptico de internet donde todo está a la vista de todo el mundo, el autobús se ha vaciado y vuelve a ser usado por los vecinos. Aunque sigue pasando ante los ojos de los visitantes, ya no lo cogen, porque si no está en Google, no existe.
Algo parecido se explica en el podcast Amiga date cuenta, donde las periodistas Begoña Gómez Urzaiz y Noelia Ramírez acuñan el término “geishas de la gentrificación”, mujeres de ciudades hiperturísticas que encuentran en las aplicaciones de citas a extranjeros de paso en busca, más que de una aventura, de una guía local que les enseñe sitios “auténticos” que no están en línea, y que a veces las llevan a pasar la noche a los mismos pisos del centro de donde las han expulsado con alquileres imposibles. Si antes compartíamos lo que nos gustaba de forma inocente, como humanos ingenuos lanzando mensajes al espacio en busca de aliens bienintencionados, ahora el instinto nos pide proteger lo amado, de internet y de quienes llegan con él. Folláoslos, pero no les enseñéis los sitios del barrio, vienen a decir en el podcast.
Barcelona, Málaga, Valencia, Alicante o Madrid ya han sido ofrendadas a los depredadores del bosque oscuro, con sus fondos de inversión y sus operaciones inmobiliarias, sus nómadas digitales y sus alojamientos de temporada, sus turistas y sus Airbnb baratos. Otras veces cambiamos de rol y somos nosotros quienes saturamos los lugares populares de Instagram o las listas de mejores ciudades. La belleza, como intuimos en ese momento de la adolescencia de ropa negra y ancha, es un señuelo peligroso. En un universo donde todos vemos y deseamos lo mismo, los animales que una vez retozamos a pleno sol en el centro de la vida nos retiramos a nuestras madrigueras de la periferia física y digital, esperando que si esta vez somos más listos y nos mantenemos callados, los peligros de la oscuridad no nos alcancen.
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