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Columna
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Echar a Netanyahu

Impulsar la marcha del primer ministro es hoy un mal menor para la democracia israelí. Podrá aplazarlo cuanto quiera, pero debe asumirlo como inevitable antes de la reconstrucción

Protesta contra el Gobierno de Benjamín Netanyahu, el día 6 en Tel Aviv.
Protesta contra el Gobierno de Benjamín Netanyahu, el día 6 en Tel Aviv.Hannah McKay (REUTERS)
David Trueba

Hombres fuertes, países débiles. Ya lo dijimos tiempo atrás. El lema se cumple. El atentado en Moscú retrató la prepotencia de Putin, incapaz de advertir que el aviso de los servicios secretos occidentales sobre la amenaza terrorista iba con él. Cualquier país puede ser víctima del extremismo religioso, por eso resultan ridículos los que venden esa supuesta fortaleza especial. En Israel muchos se preguntan al día de hoy si la brutal acción terrorista de Hamás, ese pogromo que precipitó la guerra actual, no buscaba exactamente lo que han logrado. Desestabilizar la mente rectora del poder israelí y entregarla a un afán de castigo que la condujera a la encrucijada en la que ahora se encuentra. Han sacrificado todo el apoyo mundial en un ejercicio estéril de venganza que el mundo percibe como indiscriminado. Israel está a punto de perder esa guerra sin recuperar a todos los rehenes aún secuestrados, como habría de ser prioritario. Liberarse del mandato de Netanyahu al día siguiente de los terribles atentados en el territorio fronterizo con Gaza habría sido más eficaz, porque este rotundo fracaso de la estrategia de mano dura, de ocupación y humillación de los palestinos no logra más que su reverso.

De haber cesado de inmediato al Gobierno ultra de Netanyahu al día siguiente del gran desastre defensivo, los israelíes habrían podido emprender la respuesta desde un ángulo distinto al que dictaba la acción de Hamás, un ataque que ha logrado sus objetivos propagandísticos por pura miopía. En lugar de perseguir la venganza desmesurada y la gesticulación militar, los israelíes habrían contado con la solidaridad internacional y una aceptación del castigo a los culpables sin incomodar a socios y aliados. Con Netanyahu en el poder tan solo se impuso una prioridad: salvar su cabeza carbonizada y agitar el militarismo, esa forma primaria del patriotismo. El resultado es un desastre humano. Los ojos del mundo girados hacia una matanza indiscriminada. Tras los asesinatos de cooperantes que transportaban comida a los territorios en los que se condena a la muerte por inanición a miles de inocentes, resulta fácil hacer el cálculo. Allá donde el ejército israelí ha matado a 200 voluntarios debidamente acreditados y a más de un centenar de periodistas profesionales, es fácil concluir que miles de civiles han sido masacrados sin ningún recato ni prudencia. La magnitud del desastre no hace más que crecer cada jornada, deslegitimando la respuesta a la afrenta del secuestro, violación y asesinato de los centenares de inocentes en la jornada vergonzosa en que Hamás asaltó las fronteras territoriales.

Echar a Netanyahu es ya hoy un mal menor para la democracia israelí. Un trámite que podrá aplazar cuanto quiera, pero que le queda por asumir como inevitable antes de la reconstrucción. Los únicos que siguen aplaudiendo su estrategia equivocada son fanáticos o líderes extranjeros cautivos de su propio pasado. Hasta la guerra tiene sus normas, por más que se haya impuesto el ataque a distancia y teledirigido. Pero ya estamos viendo que ni tan siquiera se respetan las embajadas y espacios consulares, algo que causa un efecto contagio como el episodio lamentable del asalto policial a la Embajada de México en Ecuador. Nada hay más perverso que un liderazgo fuerte al servicio de una idea débil.

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