Oriente-Occidente, el enemigo en el espejo
La concepción del otro como monstruo nos impide desarrollar una aproximación más constructiva a nuestras relaciones con otras regiones, países o pueblos
Leía Hambre de Åsa Ericsdotter, una palpitante distopía en la que el primer ministro sueco instaura un régimen totalitario basado en la obesofobia, mientras veía la popular serie Narcos de Netflix. La distopía de Ericsdotter llega a su fin cuando la prensa estadounidense denuncia los crímenes que está cometiendo el Gobierno sueco contra su población obesa y hay una intervención en el país para destituir al primer ministro. En Narcos, basada en la historia real de los cárteles de la droga colombianos y mexicanos, el espectador asiste a las tensiones entre la DEA y la CIA y la presunta ambigüedad de la Administración estadounidense en la lucha contra el narcotráfico. Si en Hambre Estados Unidos responde al imaginario europeo de posguerra en el que constituye el garante de la libertad, la tolerancia y la democracia; en Narcos emerge por momentos la imagen de una superpotencia arrogante, violenta e hipócrita que comparten muchos ciudadanos fuera de Occidente. Este contraste sirve como punto de partida para reflexionar, primero, sobre la conceptualización secular del mal y, seguidamente, sobre la construcción social del otro y del enemigo en un mundo marcado por la memoria del colonialismo europeo y de la Guerra Fría y embarcado en una multipolaridad todavía incierta.
En The Myth of Evil (El mito del mal), el filósofo político Phillip Cole ofrece cuatro conceptos seculares del mal. Cole distingue entre la concepción monstruosa, el concepto del mal puro, la concepción filosófica y la psicológica. La primera entiende que “algunos humanos pueden elegir libre y racionalmente hacer sufrir a otros por el simple deseo de hacerlo y sin ningún otro fin”, pero al hacerlo “traspasan la frontera de la humanidad”, en otras palabras, son monstruos. La segunda establece que “la capacidad para el mal puro existe en todos los humanos sin distinción”. La tercera “rechaza el mal absoluto como una característica humana”: los humanos somos capaces solamente de un mal impuro, es decir, causamos sufrimiento a otros para obtener algún otro fin como el poder, la riqueza, la seguridad o un bien colectivo. La cuarta entiende que los actos que consideramos malvados tienen una explicación empírica asociada a nuestro contexto social, estado mental y/o unas circunstancias extremas.
De acuerdo con Cole, es la concepción monstruosa, para la cual no cabe ambigüedad alguna en la frontera que separa al humano del monstruo, la que sustenta la construcción de la otredad y del enemigo. Afirmaba el historiador de la psicología Robert W. Rieber que “definir una imagen del enemigo a escala masiva es el requisito psicológico previo para la guerra moderna”. Rieber redundaba en la profundidad emocional y psicológica que entraña este proceso. “Tener un enemigo va mucho más allá de simplemente tener un competidor o un adversario”, escribía, “es, en cierto sentido, estar poseído, uno ya no se siente completamente al mando de su propio destino: hay un enemigo ahí fuera, y el propio destino está ligado al suyo”.
En Occidente, sostiene Hamid Kbiri, “esa otredad del enemigo ha sido frecuentemente llevada al escenario de la orientalización, incluso cuando el enemigo no era oriental”. La consolidación de determinados estereotipos sobre las culturas asiáticas, en particular, y no occidentales, en general, con el fin de revalidar su inferioridad frente a la civilización occidental, acompañó al proceso de colonización europea y cimentó la hegemonía de Occidente como referente civilizatorio. Sin embargo, como sugiere Kbiri, una vez Oriente se vuelve sinónimo del otro, normalmente bárbaro, nos encontramos con que el concepto pierde su especificidad geográfica y cultural.
Podemos pensar en los primeros conquistadores españoles que trazaban paralelismos entre los pueblos americanos y los musulmanes que habitaron la Península. Kbiri alude a los británicos que “retrataban a los irlandeses como una ‘raza inferior’ y como el ‘Oriente del patio trasero’ europeo para justificar su colonización”. Del mismo modo, señala, muchos europeos y americanos dejaron de ver a la Alemania nazi como parte de Occidente y calificaban a la Unión Soviética como ejemplo de ‘despotismo oriental’. Podríamos añadir fenómenos similares, dentro del propio Oriente, como la construcción del enemigo musulmán en la India. Conforme se ha reforzado el nacionalismo político hindú en las últimas décadas, no sólo se ha perpetuado “el tópico del musulmán inherentemente arrogante y el hindú supuestamente tolerante”, explica el politólogo Sanjeev Kumar en su análisis de las producciones de Bollywood, sino que parte de la cultura popular representa inexorablemente a los musulmanes como “terroristas, extremistas religiosos […] y traidores”.
Arguye Kbiri que “la simple invocación de la figura amenazante del oriental sirve como justificación para la violencia”. Sin embargo, denuncia el autor marroquí, “mientras que los occidentales se enorgullecen de librar la guerra como un instrumento al servicio de la política”, esto es, sus actos malvados buscan otros fines como la seguridad, “relegan la motivación de los orientales para la guerra o cualquier otra forma de violencia armada a su forma primordial, es decir, a la autoexpresión religioso-cultural”. Sus acciones se interpretan como “gestos culturales, fanáticos o irracionales e incomprensibles”, es decir, monstruosos.
Si la percepción occidental de un mundo dividido entre civilizados y bárbaros o humanos y monstruos ha moldeado la autopercepción de muchas sociedades no occidentales, tampoco debe sorprender que las percepciones negativas sean mutuas. Hay tantas miradas sobre Occidente como países no occidentales (entre ellos los que forman parte de eso que a veces llamamos Sur Global), pero la desconfianza y el resentimiento, fruto de la experiencia colonial y la persistencia de estructuras poscoloniales, junto con el cuestionamiento del individualismo, son denominadores comunes. Por otra parte, Occidente no se percibe necesariamente como un todo como ilustra una reciente encuesta realizada en China, donde entre el 47 y el 70 por ciento de los encuestados tenía una visión positiva de distintos países europeos, mientras que sólo un 23 por ciento la tenía de Estados Unidos. Está, además, el lugar ambiguo o híbrido que ocupan regiones y países como América Latina, Japón y Rusia en lo que entendemos por Occidente. En un interesante informe publicado en el año 2000, esto es, antes del conflicto en Crimea, los politólogos Guerman Diligensky y Sergei Chugrov concluían que “cualquier síntoma de aspiraciones hostiles, actitudes denigrantes hacia los problemas e intereses rusos pueden provocar cambios negativos en la percepción rusa de Occidente”. Pero, sostenían seguidamente, “lo contrario también sucede: cualquier gesto de simpatía, compasión o estima hacia Rusia es capaz de fortalecer el prestigio de los valores occidentales, sus instituciones económicas y políticas en la sociedad rusa.”
Cabe concluir que la concepción monstruosa del otro, rápidamente transformado en enemigo, nos impide desarrollar una aproximación más constructiva a nuestras relaciones con otras regiones, países o pueblos. El psicólogo estadounidense de origen ruso Urie Bronfenbrenner ya lo puso de manifiesto durante la Guerra Fría con su teoría del espejo distorsionado. Según esta, en los conflictos, “cada parte, a menudo en contra de sus propios deseos, se ve impulsada a comportarse cada vez más de una manera que cumple con las expectativas del otro.” Haríamos bien en aplicar una noción más ambigua a la naturaleza del otro-enemigo, quizá una como la que representaba para los antiguos griegos la figura del daimon. Esta criatura intermedia entre lo humano y lo divino, evoca Cole, “oscila entre ser útil y dañina” y, aun siendo impredecible, podemos orientarla hacia nuestro lado, si actuamos con inteligencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.