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Tribuna
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La globalización de la Navidad no es solo amor al comercio

Los seres humanos tenemos la necesidad, incluso neurológica, de suspender nuestra vida cotidiana de tanto en tanto con rituales que nos conectan con un tiempo de otra calidad

Celebración con trajes de Santa Claus en Bombay, India, el pasado viernes.
Celebración con trajes de Santa Claus en Bombay, India, el pasado viernes.DIVYAKANT SOLANKI (EFE)
Olivia Muñoz-Rojas

Cada vez que llegan las fiestas navideñas, muchos se preguntan por el sentido de nuestros rituales. Algunos cuestionan su necesidad, otros critican la aparente frivolidad con la que celebramos una festividad en origen religiosa. Es lo que el historiador estadounidense J. A. R. Pimlott definió como “la paradoja de la Navidad”. Se refería a la tensión entre el materialismo consumista que caracteriza a esta festividad hoy en día y los valores no materialistas cristianos que la inspiran; una tensión entre lo profano y lo sagrado que evoca la historia de esta celebración. Recordemos que, en la Europa romana, coincidiendo con el solsticio de invierno se celebraba la Saturnalia, festividad dedicada al dios Saturno, que marcaba la transición entre el período de cosecha y el de siembra. Durante esta fiesta se intercambiaban regalos y se decoraban los hogares con luces y ramas de hoja perenne. De un modo similar, los pueblos nórdicos celebraban el jól o yule en torno al 21 de diciembre con hogueras, banquetes, ofrendas a sus dioses y adornos de pino y acebo. La celebración de la Natividad cristiana se superpuso, poco a poco, a estas tradiciones y costumbres precristianas. Así, por ejemplo, hallamos las primeras referencias a los árboles de Navidad en el siglo XVI, ya como parte de la conmemoración del nacimiento de Jesús, pero en clara continuidad con los rituales de ornamentación precristianos.

Quizá porque, desde un principio, la Navidad posee esta doble dimensión de fiesta materialista pagana y celebración religiosa cristiana, es por lo que ha sido posible desligar la primera dimensión y exportar los rituales asociados a ella al resto del mundo. Bajo el reinado victoriano se popularizó la tradición germánica de decorar del árbol de Navidad, primero en el Reino Unido, y se extendió luego a las colonias y excolonias británicas, como Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, la estética navideña anglo-germánica, con sus abetos iluminados con luces eléctricas y el personaje de Santa Claus (otro ejemplo de hibridación entre la figura cristiana de San Nicolás y el dios nórdico Odín), amplió su presencia en todo el mundo a través de la publicidad y los productos de las grandes compañías estadounidenses como Coca Cola, Disney o McDonald’s.

Dado que es posible separar esta dimensión materialista y pagana de la Navidad, sus rituales no interfieren con las costumbres religiosas autóctonas fuera de Occidente. Tal y como explican Junko Kimura y Russel Belk respecto de Japón, en el país asiático existe una separación en el espacio y el tiempo de los rituales navideños. La ornamentación navideña, por ejemplo, está ausente “no solo en lugares obvios como templos budistas, santuarios sintoístas y el Palacio Imperial en Tokio, sino también en restaurantes y hogares tradicionales japoneses, jardines japoneses y arenas de lucha de Sumo”. Esta segregación espacial “permite mantener la Navidad como algo extranjero, exótico y separado de lo que se considera verdaderamente japonés”. Algo similar ocurre en otras sociedades asiáticas, como la India. Fuera de la comunidad cristiana, el gusto por los rituales navideños es esencialmente estético; una oportunidad para imaginar y producir todo tipo de decoraciones multicolor, desde estrellas de papel maché hasta papás noeles montados en elefantes.

La globalización de la Navidad puede verse como una huella persistente del colonialismo europeo y la hegemonía cultural occidental. También como síntoma de un sistema económico que tiende a ver cualquier celebración, individual o colectiva, como una oportunidad de introducir productos en el mercado y estimular su consumo de forma masiva. En este sentido, nada impide que festividades originarias de otras regiones del mundo alcancen la misma visibilidad global que la Navidad, tal y como empieza a suceder con en el Día de Muertos mexicano o el Año Nuevo chino. Sin embargo, más allá de la crítica a la banalización y comercialización de la Navidad y otras festividades, conviene recordar que los seres humanos tenemos la necesidad, incluso neurológica, de suspender nuestra vida cotidiana de tanto en tanto con rituales que nos conectan con un tiempo de otra calidad, llamémosle sagrado, trascendente o, simplemente, diferente. En su obra clásica Las formas elementales de la vida religiosa, Émile Durkheim explica cómo los rituales nos sacan de nuestra actividad ordinaria, permitiéndonos volver a ella “con más valor y entusiasmo, no solo porque hallamos entrado en contacto con una fuente de energía superior, sino también porque nuestras fuerzas se han revitalizado al experimentar momentáneamente una vida menos tensa, más regalada y libre”. Así, una de las funciones de la Saturnalia era permitir la relajación de las normas y las jerarquías sociales durante un tiempo breve. Es más, esa “energía superior” a la que se refiere Durkheim no necesariamente tiene un carácter sobrenatural o religioso. En las sociedades contemporáneas, procede, entre otros, de la celebración sincronizada de rituales secularizados como sucede en estas fechas. Desde esta perspectiva, quizá resulten menos reprochables los villancicos en bucle o el exceso de dulces. Siempre y cuando se limiten a un tiempo breve.

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