Juegos Olímpicos: ¿la rifa del tigre?
La cita deportiva, tal y como se ha celebrado en las últimas décadas, no supone tan buen negocio para las ciudades. Si bien puede catalizar mejoras urbanas, debe favorecer a una mayoría de ciudadanos
Cada mañana, junto a millones de usuarios, mis hijos y yo abordamos el transporte público parisiense con incertidumbre. Es raro que transcurra una semana laboral sin que alguna de las líneas de metro, cercanías, autobús o tranvía que tomamos no sufra uno o varios incidentes: desde problemas técnicos hasta interrupciones del servicio causadas por un paquete olvidado, lo que activa un exigente protocolo de seguridad, o por un pasajero indispuesto a causa de la aglomeración en hora punta. La pregunta que muchos nos hacemos es: ¿cómo va a acoger una ciudad incapaz de asegurar adecuadamente el desplazamiento de sus propios habitantes a millones de pasajeros añadidos durante los Juegos Olímpicos que se celebrarán este verano?
Junto a la seguridad (el nivel de alerta actual en Francia es de “seguridad reforzada–riesgo de atentado”), el transporte se ha convertido en el talón de Aquiles del París olímpico. “Tenemos una red obsoleta. Al menos ocho de cada diez líneas ya no están en condiciones de proporcionar un servicio público de calidad”, afirmaba Jean Castex, ex primer ministro y actual presidente de la RATP (Régimen Autónomo de Transportes Parisienses) en diciembre pasado. Además de las deficiencias estructurales de una red de metro y cercanías vetusta, están los retrasos en la construcción de dos nuevas líneas de metro con las que se contaba y la falta de efectivos en la red, desde conductores a técnicos, que cesaron su actividad por los prolongados cierres decretados durante la pandemia. El problema es especialmente grave dado que las competiciones se desarrollarán en 13 recintos diferentes intramuros y otros 12 extramuros. Lo que debería ser una ventaja, el hecho de aprovechar la infraestructura deportiva existente en toda la ciudad y sus alrededores, implica que millones de asistentes necesitarán desplazarse diariamente de un punto a otro.
A pesar de que los Juegos se celebrarán durante el período de vacaciones estivales, cuando se calcula que entre un 30% y un 45% de sus residentes habituales abandonará París, quedará “una base de cinco millones de usuarios cotidianos a los que se añadirán diariamente unos 500.000 espectadores de los Juegos”, según datos publicados por el diario Les Echos. Las autoridades han iniciado una campaña de concienciación en la que piden a los parisienses que trabajen desde casa durante los Juegos y que anticipen y adapten sus desplazamientos. Quizá no debe sorprender que el entusiasmo por los Juegos haya caído en picado en los últimos meses: ya en noviembre pasado, casi uno de cada dos residentes en la región de Île-de-France veía la acogida de la cita olímpica como algo negativo. En una carta abierta a las autoridades competentes, hoteleros y restauradores han reaccionado a la reciente campaña por “generadora de ansiedad” y “derrotista”: lo que debería ser una celebración colectiva se parece más y más a un confinamiento de la población local.
París es ciudad olímpica por tercera vez desde que se reinstauraran los Juegos en 1896 a iniciativa de Pierre de Coubertin, fundador del Comité Olímpico Internacional (COI). Los retos que enfrenta la capital gala no son excepcionales y hay mucho que aprender de experiencias previas en la organización de este tipo de megaeventos. Hay bastante consenso en que la clave para unos Juegos exitosos es la planificación, no solo del evento en sí, sino de su legado a medio y largo plazo; más que el presupuesto. Sin embargo, los presupuestos olímpicos se han disparado en las últimas décadas. Al celebrar unos Juegos, una exposición universal o un Mundial de fútbol, las ciudades buscan al menos tres cosas: atraer turismo e inversiones, ampliar y mejorar la infraestructura urbana y, en términos simbólicos, colocarse en el mapa global. Si los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 suelen evocarse como un caso de éxito, es porque se percibe que se lograron estas tres cosas. Las obras de remodelación urbana emprendidas en los años previos al evento sirvieron para modernizar la ciudad, abriéndola al mar y creando espacios e infraestructuras que aún perviven. Junto a la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos fueron parte de la puesta de largo de la joven democracia española y convirtieron a Barcelona en un referente turístico mundial. No todo fue miel sobre hojuelas, pero el contraste con algunas experiencias posteriores como los Juegos de Atenas en 2004 o los de Río de Janeiro en 2016 y su escasa planificación es notable. En ambas ciudades, la mayor parte de la infraestructura deportiva cayó rápidamente en desuso, convirtiéndose en los temidos elefantes blancos —piscinas y estadios de costoso mantenimiento— de los que ninguna autoridad quiere hacerse responsable. En el caso de Atenas, algunos expertos atribuyen la crisis financiera que sufrió Grecia a partir de 2009, al menos parcialmente, al sobrecoste de unas obras olímpicas insuficientemente planificadas.
Muchas ciudades aprovechan la organización de macroeventos para rehabilitar zonas sensibles o en aparente desuso, buscando dotarlas de mejores viviendas, servicios y transporte. Sin embargo, no es infrecuente que entre los objetivos de mejora que aparecen sobre el papel y los resultados alcanzados en la práctica exista una brecha considerable. Los planes para la rehabilitación de una vasta zona del East End de Londres con vistas a alojar el Parque Olímpico para los Juegos de 2012 prometían la construcción de 30.000 a 40.000 nuevas viviendas a precios asequibles. La promesa nunca fue honrada, y tampoco se consideró el impacto de las remodelaciones sobre el tejido urbano existente. Para Juliet Davis, autora de The Caring City (”La ciudad comprometida”), que documentó la zona antes de las obras, se aplicó una lógica de tabula rasa, expulsando a residentes y comerciantes locales vulnerables, en lugar de protegerlos y reintegrarlos. En Pekín, revela el geógrafo Hyun Bang Shin, miles de migrantes rurales que se ganaban la vida con puestos callejeros y otras actividades informales fueron expulsados de la ciudad antes de los Juegos de 2008. Es conocido también, por la resistencia que opusieron sus residentes a ser realojados, el caso de la favela Vila Autódromo de Río, demolida para facilitar el acceso a las instalaciones olímpicas.
A tenor de estas experiencias, se ha ido extendiendo la percepción de que los Juegos Olímpicos, tal y como se han celebrado en las últimas décadas, no son tan buen negocio para las ciudades. En la licitación para los de este año, tres ciudades retiraron sus candidaturas, dejando a París y Los Ángeles como únicas finalistas. En un movimiento inédito, el COI adjudicó de golpe los Juegos de 2024 a París y los de 2028 a Los Ángeles, única candidata a ellos. En respuesta a este vacío de candidaturas, el COI ha revisado el proceso de licitación, tratando de rebajar su aspecto competitivo, que favorecía los planes más ambiciosos y costosos, democratizando el proceso al exigir a las sedes la celebración de un referéndum ciudadano previo a la presentación de su candidatura y buscando conciliar los planes de mejora urbana existentes en las ciudades con las exigencias de infraestructura olímpica. Si bien los Juegos Olímpicos pueden ser un catalizador de mejoras urbanas, al igual que cualquier política pública deben jugarse a favor de una mayoría de ciudadanos, poniendo el foco en su bienestar cotidiano, incluyendo sus posibilidades de desplazamiento. Ojalá Brisbane, que fue seleccionada para los Juegos de 2032 con los nuevos criterios del COI, inaugure una nueva era. Si Madrid y Barcelona aspiran a celebrar los de 2036, el asunto nos concierne directamente.
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