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Tribuna
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Del alma de Joker al espíritu de Napoleón

La defensa y la seguridad nacional han pasado a ocupar un lugar privilegiado en la agenda política y mediática de muchos países, cuando hace apenas cinco años no era así

Joaquin Phoenix stars as Napoleon Bonaparte
Un momento de la película 'Napoleón', de Ridley Scott.KEVIN BAKER
Olivia Muñoz-Rojas

Para Siegfried Kracauer, teórico asociado la Escuela de Fráncfort, las películas expresan, si bien de manera confusa, nuestras preocupaciones y aspiraciones, revelando las fuerzas inconscientes que operan bajo la superficie de la vida social. Se estrena estos días Napoleón, la última película de Ridley Scott protagonizada por Joaquin Phoenix, que busca ofrecer un retrato del controvertido personaje histórico que mantuvo en jaque a Europa a principios del siglo XIX. La cinta ha generado críticas heterogéneas, especialmente en Francia. Más allá de su indiscutible calidad audiovisual y su discutible rigor histórico, podría afirmarse que el estreno de Napoleón encaja bien en los tiempos que vivimos. Estos contrastan con los que acompañaron al estreno de Joker en 2019, apenas un lustro atrás, cuando Joaquin Phoenix interpretaba al desquiciado Arthur Fleck en la precuela de Batman dirigida por Todd Philips. En Joker, Fleck acaba instigando una violenta revuelta contra los ricos de Gotham. Aquella fue para muchos la película del año y Phoenix recibió un Óscar por su magistral actuación. Durante esas fechas, se sucedían las protestas en todo el mundo —desde París hasta Santiago de Chile, pasando por Hong Kong y Beirut—. Con motivaciones distintas, económicas, políticas, de género, climáticas, en conjunto, expresaban un malestar global subyacente, larvado desde la Gran Recesión. Muchos de los afectados por los excesos de la globalización económica se identificaban con la historia de Fleck y, durante las últimas protestas de los chalecos amarillos en Francia aquel año, algunos de los manifestantes se maquillaron como el guasón en clara alusión a la película.

La pandemia y su gestión por parte de los gobiernos en todo el mundo desde marzo de 2020 pusieron fin abruptamente a esta efervescencia colectiva y sus posibles excesos. Durante décadas, se había anunciado el fin del Estado dada su aparente debilidad frente a los poderes económicos y financieros y, sin embargo, la realidad demostró que el Estado conserva el monopolio de la violencia y posee una capacidad de acción significativa. Los gobiernos se ampararon en él para controlar a las poblaciones en aras de la salud pública, utilizando frecuentemente medios autoritarios. A excepción del movimiento Black Lives Matter que cobró fuerza en el verano de 2020 y generó protestas antirracistas en muchos lugares del mundo, el clamor de las calles se ha convertido en un eco lejano, sustituido por el ruido de las armas y la retórica belicista.

La película de Scott alterna entre el personaje de Napoleón Bonaparte, su gradual ascenso a al poder y las múltiples batallas que dirigió. En un guiño a la teoría de Hegel, que veía en el líder de origen corso la encarnación del espíritu de su tiempo, podríamos interpretar el estreno de la cinta de Scott como el reflejo del particular espíritu que va imprimiéndose en el nuestro. Resulta tentador identificar en la particular dialéctica de la historia concebida por Hegel, y más tarde reinterpretada por Marx, algunas dinámicas propias de nuestro tiempo. Guardando todas las proporciones, podríamos asociar la Revolución francesa con los años de revueltas previos a la pandemia y la breve época del Terror, con su Ley de los Sospechosos, con la etapa de vigilancia sanitaria extrema en la que los Estados recurrieron al miedo para controlar a la población. Siguiendo con el paralelismo, el momento actual, en el que la ciudadanía, agotada tras la experiencia de los confinamientos y abrumada por nuevas dificultades económicas y geopolíticas, parece haber perdido el entusiasmo revolucionario es, pues, propicio al surgimiento de líderes o partidos que, como Napoleón, pretenden imponer el orden desde arriba y buscar la paz a través de la guerra. Esta propensión autocrática ya existía antes de la pandemia. La diferencia entre el mundo prepandémico en el que se estrenó Joker y el mundo actual en el que se estrena Napoleón es que el contrapeso que suponía la presencia en la calle de una diversidad de movimientos de emancipación y protesta ciudadana, desde el movimiento feminista hasta los chalecos amarillos, ya no está.

A pesar del leve toque woke que Scott le imprime a su película, al mostrarnos a un Bonaparte con una mirada desvalida ante una Josefina retadora —”tú no eres nada sin mí”— o visiblemente emocionado cuando habla de su madre, el universo napoleónico que emerge ante nosotros sigue siendo predominantemente masculino, atrapado en escenas de sangre, fuego y plomo. Aunque no estemos exactamente en ese contexto, se percibe en el momento actual la fragilidad de las transformaciones alcanzadas en materia de derechos para las mujeres, las minorías étnicas y sexuales. En poco tiempo, la defensa y la seguridad nacional han pasado a ocupar un lugar privilegiado en la agenda política y mediática de muchos países cuando no lo hacían hace apenas un lustro. No obstante, siguiendo la lógica hegeliana, esperamos, ojalá más pronto que tarde, presenciar el resurgimiento y la reorganización de nuevas voluntades colectivas emancipadoras que sean capaces de aprender de los errores pasados y logren nuevos consensos para una mejor convivencia y mayor bienestar de todos.

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