Amnistía para normalizar
Aunque el presidente lo repita, la ley no ha tenido como punto de partida ni tendrá como punto de llegada la reconciliación. No hace falta mixtificar más las palabras
El origen de la tramitación de la ley de amnistía fue descaradamente interesado. Por ello su fundamentación cívica falla. Aunque el presidente lo repita, la ley no ha tenido como punto de partida ni tendrá como punto de llegada la reconciliación. No hace falta mixtificar más las palabras. Aunque por su parte los partidos independentistas repitan que la próxima estación será la autodeterminación, ellos saben, porque lo dicen las encuestas y los resultados electorales, que hoy en día la independencia está en vía muerta y cada vez hay menos catalanes subidos a ese tren, porque todos somos conscientes de lo costoso que resultó ese viaje a ninguna parte. No hace falta engañar más al personal.
El partido que ha sufrido mayor desgaste por la tramitación de la ley es el PSOE. Lógico. Había negado su constitucionalidad, nadie imaginó que la impulsaría y ha transcurrido más de medio año y aún no ha elaborado un argumento sólido que legitime el cambio de posición entre el grueso de su electorado. Pero la normalización política, que ya formó parte de las negociaciones de la moción de censura de 2018, sí ha sido una línea de los gobiernos de Pedro Sánchez, encaminada, con mayor o menor fortuna, a la desjudicialización del procés. Ha sido una línea relevante, pero no será la política principal de la obra de gobierno del sanchismo. En cambio, para el partido de Carles Puigdemont, que se autodefinía como un movimiento de liberación nacional, su principal estrategia sí era la perpetuación del conflicto con el Estado. También con el Ejecutivo. Esa estrategia la quiebra la amnistía.
Al ser plenamente conscientes de ello, tensan y mantienen una actitud provocadora en las declaraciones y en las votaciones en el Congreso. No pueden actuar de otra manera: su giro arriesga la preservación de su espacio electoral. Un espacio que en su origen era el ordenado centroderecha nacionalista, pero que durante el procés mutó por la épica emocional. El personaje Puigdemont logró encarnar esa épica, desde el momento que se marchó para no ser juzgado en España y se rebeló como un pícaro que en el resto de Europa quedaba impune de la persecución obsesiva de la alta judicatura española. Pero su cambio lo está desgastando ya. “Te respeté, y mucho, creí en ti. Pero ahora te digo: nunca olvidaré tu traición al pueblo. Y no tienes suficiente con rendirte, sino que, encima, nos tomas por imbéciles. Nunca más te votaré”. Es el primer comentario, y muy celebrado, que leo a su declaración sobre el acuerdo alcanzado el jueves. No es el único.
El propósito de la amnistía no es moral, como nos gustaría que fuese por su trascendente dimensión simbólica, sino político: se trata de poder echar al olvido la peor crisis institucional que ha sufrido la España democrática borrando todas las causas vinculadas a la conjura de los irresponsables que fue el procés y que han afectado únicamente a quienes fueron derrotados. Y si no embarranca por la potente ofensiva en su contra, y los intereses asociados a ella, sus consecuencias serán también políticas. Ahora que parece más que probable que la ley sea aprobada, aunque con una mayoría parlamentaria tan precaria, su mejor resultado sería la consolidación de la normalidad política en Cataluña y de los partidos catalanes en las Cortes, una normalidad que seguiría en suspenso mientras algunos de los líderes de Junts y Esquerra, y muchos de sus cargos, estén amenazados por largos procesos que podrían acabar en años de cárcel. Para eso servirá. Para olvidar. Para que se liberen al aceptar, sin que se note el cuidado, las reglas de juego del marco constitucional. También para que el PP pueda pactar en el futuro con la nueva Convergència.
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