_
_
_
_
25 años del 15J
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Echar al olvido

A pesar de lo mucho que se había escrito sobre lo que habría de ocurrir en España cuando por fin se cumplieran las llamadas previsiones sucesorias, o sea, la muerte de Franco, nadie estaba muy seguro a mediados de los años setenta de cuál habría de ser la conducta de los españoles una vez cumplidas. Los más optimistas, si se situaban por la derecha o por el centro, apostaban por que aquí sucedería algo parecido al fin del régimen fascista en Italia: formación de un gran partido democratacristiano, capaz de mantener durante décadas en la oposición a un poderoso partido comunista; si se identificaban como de izquierda, soñaban con repetir lo ocurrido en abril de 1931, que un Gobierno provisional abriría, apoyado en una movilización popular y una huelga general, un proceso constituyente. Por supuesto, había también previsiones más pesimistas: que España volvería a un sistema pluripartidista polarizado, anuncio de un periodo de caos y de enfrentamientos políticos; o que, incapacitados los españoles de regirse por sí mismos en instituciones democráticas, un acto de fuerza mantendría las cosas más o menos como estaban.

Los españoles no olvidaron voluntariamente su historia, sino que, por recordarla, decidieron no repetirla

Nadie había previsto que un Gobierno emanado en línea directa del régimen de Franco encontraría un terreno de encuentro con los partidos de la oposición, hasta muy poco antes fuera de la ley, por el que avanzar en un proceso constituyente, neutralizando posibles bloqueos e involuciones. Y esto fue, en definitiva, lo que ocurrió. El Gobierno formado en julio de 1976 por políticos de segunda fila, pero buenos conocedores de la Administración, se presentó con una declaración programática en la que reconocía por vez primera la soberanía popular, prometía una amplia amnistía, anunciaba su decisión de someter a referéndum una Ley para la Reforma Política y se comprometía a convocar elecciones generales antes del 30 de junio del año siguiente.

El Gobierno mantuvo su palabra y su programa y los electores repartieron tal día como hoy hace 25 años casi por la mitad sus preferencias a derecha e izquierda, sin conferir a ningún partido mayoría absoluta, empujando de nuevo la acción política bajo el signo de la moderación y del consenso. Todos los partidos con representación parlamentaria tuvieron ocasión de exponer sus programas y objetivos en el primer debate parlamentario, celebrado a finales de julio de 1977. Ampliar la amnistía, superar los residuos de la guerra civil, hacer frente a la crisis económica, elaborar una Constitución con la participación de todos los grupos de la Cámara, reconocer la personalidad de las regiones y nacionalidades, restablecer los derechos históricos de Euskadi: tales fueron los propósitos enunciados por los líderes de los partidos en nombre de sus respectivos grupos parlamentarios.

De todo ello, lo primero que se debatió fue un proyecto de Ley de Amnistía presentado conjuntamente -signo de los tiempos- por los grupos centrista, socialista, comunista, minorías vasca y catalana, mixto y socialistas de Cataluña. En el debate de este proyecto se habló mucho del pasado, de la guerra civil, de la dictadura, de la represión, de las torturas, que algunos de los allí sentados habían sufrido en sus propias carnes. Hablaron del pasado Jordi Pujol y Marcelino Camacho, Felipe González y Xabier Arzalluz, pero hablaron en términos de borrarlo, enterrarlo, superarlo. Borrar el pasado para posibilitar la reconciliación fue la sustancia de aquel debate que ha dado pie a una tesis según la cual la transición habría sido posible gracias a un 'pacto del olvido' firmado por unos taimados y astutos dirigentes políticos sobre el fondo de una amnesia colectiva, de un desistimiento masivo provocado por el miedo o fruto de la ausencia de una verdadera cultura cívica; un pacto de olvido que nos habría impedido mirar atrás y que, hacia delante, habría sido la causa de un insuperable déficit democrático.

Sin embargo, ni la decisión de olvidar el pasado se formulaba entonces por vez primera, ni la amnistía aprobada guardaba relación alguna con un vaciado de memoria. En castellano, contamos de antiguo con una preciosa expresión para designar lo ocurrido aquellos días, que el primer Diccionario de la Real Academia Española definía perfectamente: 'Echar al olvido, u en olvido: Frase que vale olvidarse voluntariamente de alguna cosa'. Pero, ¿cómo podría olvidarse nadie voluntariamente de algo si al mismo tiempo no lo recordara, si sufriera amnesia? Se olvida voluntariamente sólo cuando se rescata el recuerdo de lo que se quiere olvidar. Olvidar voluntariamente es el tipo de olvido que tenía presente Cicerón cuando, dos días después del asesinato de César, pedía en el Senado que todo recuerdo de la discordia se sepultara en el olvido; el mismo al que recurría Enrique IV cuando promulgaba el Edicto de Nantes, que ponía fin a las guerras de religión y ordenaba taxativamente que la memoria de todo lo ocurrido de una parte y otra 'permanecerá borrada como cosa no sucedida'.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

El debate parlamentario que inauguró las primeras Cortes de la nueva democracia no hizo más que insistir en esta misma clase de olvido evocando una imagen que era ya común entre muchos españoles; la representación de la guerra civil como catástrofe nacional, tragedia, guerra fratricida, estéril e inútil matanza; una representación de la guerra que había emergido desde 1940 en círculos de la oposición y se había extendido progresivamente entre los disidentes de la misma dictadura. Lo nuevo de aquellos meses consistió en llevar hasta una imprevista consecuencia el principio de amnistía general y renuncia a represalias enunciado de tiempo atrás como exigencia de la apertura de un proceso constituyente: la amnistía, reclamada por la izquierda y por los nacionalistas, acabó cubriendo también a todas las burocracias civiles y a las fuerzas policiales de la dictadura.

Ése fue el precio pagado entonces para que las primeras elecciones pudieran culminar algún día en una Constitución democrática que cerrara el tajo infligido a la sociedad española por la rebelión militar y el golpe de Estado de 1936. El día 22 de julio de 1977 nacía de las urnas el primer Parlamento democrático; unos días después, el 28, España presentaba la solicitud formal de ingreso ante la Comunidad Económica Europea y, poco más tarde, el 14 de octubre, las Cortes aprobaban una proposición de Ley de Amnistía. Esas medidas se tomaban, no hay que decirlo, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios que muy pronto tuvieron también sobre la mesa el primer borrador de texto constitucional. Fue en verdad un annus mirabilis en la historia política de España, un año al que no hay razón alguna para sepultar, como vuelve a estar de moda, bajo la acusación de que en é1 los españoles, paralizados por el miedo, olvidaron su historia. No la olvidaron, no; sino que, por recordarla, decidieron no repetirla.

Adolfo Suárez y Felipe González charlan, sonrientes, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados en 1977.
Adolfo Suárez y Felipe González charlan, sonrientes, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados en 1977.MARISA FLÓREZ

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_