Humpty Dumpty en el aeropuerto de El Prat
Puigdemont es un tipo corrosivo para la democracia, no por ser un rebelde, sino por ser un pícaro con cargo público. Pero la causa por terrorismo abierta por el Tribunal Supremo es propia de un órgano más preocupado por la venganza que por la justicia
Ruben Wagensberg me hacía bailar. No es broma. Wagensberg, a quien recientemente el Tribunal Supremo le ha abierto una investigación por terrorismo, solía hacer de DJ en un bar al que yo acudía puntualmente cada viernes y cada sábado hace más de 15 años. Durante un tiempo, le perdí completamente la pista, la de baile y la otra. Incluso conseguí olvidar que era diputado en el Parlament de Cataluña. Pasar de DJ festivo a lúgubre parlamentario independentista es como pasar de médico a paciente. Nadie le desea eso a nadie. ¿Cuál sería su siguiente paso en tan iconoclasta trayectoria? Lo supe hace apenas unas semanas. Ahora es terrorista. Así es la vida: primero eres DJ, luego parlamentario y, apoteosis del relato, más tarde, terrorista. Como recorrido vital, qué quieren que les diga, no es bueno ni malo: es mentira. Me refiero, en concreto y naturalmente, al final de la narración.
Los jueces de la sala de lo penal del Tribunal Supremo han abierto causa contra Wagensberg y Carles Puigdemont por delitos de terrorismo, entre otros, en relación con las acciones del llamado Tsunami Democràtic durante las manifestaciones contra la sentencia del procés. Adhiriéndose a la doctrina Humpty Dumpty (la llamo así por el personaje homónimo creado por Lewis Carroll en Alicia a través del espejo), según la cual las palabras significan lo que los que mandan dicen que significan, el Supremo “no alberga dudas” de que los hechos acaecidos el 14 de octubre de 2019 en el aeropuerto de El Prat caen bajo el tipo de terrorismo. El argumento del auto es una carnicería jurídica, lógica y semántica. Para empezar, es irracional que, tratándose de un auto en el que lo único que está realmente en juego es la justificación de la competencia del propio Supremo para conocer la causa, se aventure a prejuzgar los hechos con una rotundidad y una ligereza perturbadoras.
Los cinco jueces que firman el auto identifican una serie de criterios de los cuales hay que probar uno para acreditar el delito de terrorismo: subvertir el orden constitucional, alterar gravemente la paz pública, desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional o provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella. Es posible que alguna o varias de estas finalidades formaran parte de la estrategia independentista hasta el año 2017. Digo que es posible porque nunca quedará del todo claro hasta qué punto es cierto que, como dijo la exconsejera Clara Ponsatí, iban de farol.
En todo caso, los hechos de 2017 y los de 2019 son distintos y su relevancia jurídica también es distinta: una protesta en el aeropuerto, por más aparatosa y teledirigida que fuera, no podía subvertir el orden constitucional (lo contrario delataría una visión francamente pesimista acerca de la solidez del orden constitucional); no alteró gravemente la paz pública, dado que fueron apenas unas horas de colapso y todo se restableció rápidamente; no desestabilizó gravemente, por la misma razón, ninguna organización internacional; ni, finalmente, provocó un estado de terror, sino más bien de tremenda molestia, en una parte de la población. Insisto: alguno de estos criterios podía tal vez aplicarse a lo ocurrido a lo largo del año 2017 en Cataluña. Así que no estoy disputando que aquel día de octubre de 2019 se cometieran delitos. Lo que estoy impugnando es que, a menos que uno crea en la arbitrariedad de la doctrina Humpty Dumpty, alguno de esos delitos sea el de terrorismo.
¿Y qué se supone que hizo DJ Wagensberg aquel día de octubre de 2019? Según el auto, vino a hacer de DJ político: redactó comunicados del Tsunami Democràtic y, en ese sentido, coordinó —puso a bailar políticamente— a las personas que acudieron al aeropuerto. Pero como no hubo terrorismo en el aeropuerto, coordinar lo que allí ocurrió no puede tampoco constituir terrorismo.
¿De dónde viene entonces todo este disparate jurídico? Es difícil no pensar en que abrir una causa por terrorismo por los hechos de 2019 es quizás la única manera de que Puigdemont, con la amnistía a la vista, no quede impune por los hechos de 2017. Se trataría, de ser este el caso, de una motivación inconfesable que vulneraría los principios éticos sobre los que se levanta el Estado de derecho.
Ciertamente, las tretas de Puigdemont para negociar la amnistía son las propias de un pillo, no la obra de un mártir. Siempre fue así. Su gran mérito es hacer pasar sus victorias judiciales personales por victorias políticas del independentismo. Puigdemont es un tipo corrosivo para la democracia, no por ser un rebelde, sino por ser un pícaro con cargo público. Pero entonces la actuación del Tribunal Supremo es más propia de un órgano desquiciado ante la conducta de un hábil tunante que la de un guardián del orden constitucional. Les trastorna la impunidad del pícaro Puigdemont. Y, de rebote, la de Wagensberg, nueva víctima de la degradación institucional propiciada por la dialéctica venenosa entre Puigdemont y la sala de lo penal del Supremo. El primero no asume jamás responsabilidad por nada y la segunda está obcecada con la impunidad. Del respeto al Estado de derecho que pueda tener un pillo irresponsable poco hay que decir. Pero, como aprendimos de Ferlosio, un tribunal que está más obsesionado con la impunidad que preocupado por el daño cometido es un tribunal que no busca la justicia, sino la venganza.
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