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tribuna
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En busca de un nuevo Robert Badinter: de la abolición de la pena de muerte a la paz universal

Hoy, en el siglo XXI, no es moralmente aceptable justificar la pérdida de vida humanas porque es inevitable en la guerra o porque se trata simplemente de “daños colaterales”

Un grupo de adultos y niños palestinos se agolpan para recibir unas raciones de comida en Rafah, en la Franja de Gaza, este martes.
Un grupo de adultos y niños palestinos se agolpan para recibir unas raciones de comida en Rafah, en la Franja de Gaza, este martes.Mohammed Salem (REUTERS)
Miguel Ángel Moratinos

El 15 de septiembre de 1848, Victor Hugo pronunciaba su famoso discurso sobre la pena de muerte en la Asamblea Nacional francesa. Apuntaba entonces que: “La pena de muerte es la señal especial y eterna de la barbarie. Allí donde la pena de muerte se prodiga, la barbarie predomina”. Casi un siglo y medio más tarde correspondía a Robert Badinter, otra ilustre personalidad francesa, subir al estrado de la misma Asamblea Nacional para proponer con éxito la abolición definitiva de la pena de muerte.

Un éxito político y moral que daría un empuje decisivo a los esfuerzos para poner fin a la pena de muerte en el mundo. En aquel discurso de 1981, Badinter declaró con firmeza: “En los países de libertad, la abolición es prácticamente la regla en todos ellos; en los países donde reina la dictadura, la pena de muerte es practicada regularmente”.

Debemos celebrar el progreso claro hacia la abolición de la pena de muerte en todo el mundo porque, aunque el número de ejecuciones sigue creciendo, hay una clara tendencia positiva. Hoy más de dos terceras partes de los países del mundo han abolido la pena capital de facto o de iure.

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Este avance positivo en el desarrollo humano contrasta sin embargo con la dramática e inaceptable realidad que supone la muerte cada año de cientos de miles de niños, mujeres y hombres en conflictos armados. Víctimas civiles que perdieron sus vidas sin participar en el conflicto, sin haber sido juzgados, sin cometer delito alguno.

Desde el nacimiento de la Cruz Roja por iniciativa de un hombre, Henry Dunant, quien socorrió a los soldados heridos en la batalla de Solferino en 1859, se ha tratado de limitar con cierto éxito los efectos de las guerras y conflictos mediante la codificación de un sistema de normas recogidas en el denominado derecho internacional humanitario. Sin embargo, estos avances palidecen ante la siniestra persistencia de los conflictos armados.

Lo que está ocurriendo en Ucrania, en Oriente Próximo y en los más de 100 conflictos armados activos en el mundo, no hace sino confirmar la insoportable incapacidad de la comunidad internacional para evitar la muerte de miles y miles de personas que no combaten o han dejado de combatir en esos conflictos. Hoy, en el siglo XXI, no es moralmente aceptable justificar la pérdida de vida humanas porque es inevitable en la guerra o porque se trata simplemente de “daños colaterales”.

El número de víctimas inocentes sigue aumentando. No son meros datos estadísticos, son personas con familias, con amigos, con sueños y anhelos. La sofisticación del armamento, el uso de la inteligencia artificial, las armas autónomas y los ataques “quirúrgicos” con drones y misiles teledirigidos reducen sin duda el peligro para los soldados y permiten una mejor selección de objetivos militares, pero claramente no parece que distingan entre combatientes y civiles.

Precisamente fue Victor Hugo, quien un año después de pronunciar su discurso sobre la abolición de la pena de muerte, se dirigió al Congreso Mundial de la Paz de 1849 para hacer un “llamamiento a la paz mundial entre todas las naciones y promover la mediación en lugar de la guerra” porque en sus propias palabras “la paz no es un objetivo irrealizable, la paz es un objetivo inevitable”. Su pensamiento fue fuente de inspiración para la creación años más tarde de la Organización de las Naciones Unidas.

Quizás ha llegado el momento de convocar un nuevo Congreso Mundial de la Paz, como el que se reunió en París en agosto de 1849.

El próximo mes de septiembre, la comunidad internacional se ha dado cita en Nueva York convocada por las Naciones Unidas para adoptar Un Pacto para el Futuro, y este sería un momento idóneo para empujar por la paz. Es prioritario, justo y necesario. Sin paz, no hay seguridad. Sin paz, no hay agenda de futuro. Sin paz, el mundo se deshumaniza.

No dudo que serán muchos los analistas y responsables políticos que, en su habitual despliegue de pragmatismo cínico, aducirán que un llamamiento por la paz es irrealista o cuando menos utópico. Esa fue también la poción que adoptaron aquellos que en su momento también criticaron a Victor Hugo y a Robert Badinter, Sin embargo, el nacimiento de las Naciones Unidas y los avances hacia la abolición de la pena muerte deben mucho a la visión, compromiso y empeño de aquellos dos grandes hombres.

No cabe el abatimiento. Urge encontrar un nuevo Badinter que nos muestre el camino para avanzar con paso firme hacia la paz.

He dedicado mi vida a la diplomacia y sé muy bien que lograr que un movimiento de este tipo pueda traducirse en una reunión, un texto, un acuerdo no será tarea fácil, pero también sé que no es imposible. Hay que empujar con ahínco y determinación. Hay que hacer uso de todas las oportunidades. Depende de todos y cada uno de nosotros y de nuestra voluntad de combatir la deshumanización. Como sabiamente expresó el poeta John Donne, “la muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad”.

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