De Solferino a Kiev: desafíos de la asistencia humanitaria en las guerras de hoy
Establecer la hoja de ruta para salvar vidas y proveer ayuda humanitaria en el corazón de un conflicto armado viene siempre determinado por complejas variables conectadas, políticas, geográficas, religiosas, económicas, jurídico-legales, logísticas, emocionales o psicológicas, que hay que ir desbrozando
Cuando Henry Dunant se detuvo en la localidad italiana de Solferino el 24 de junio de 1859, donde los ejércitos austríacos y franco-sardos, estos últimos al mando de Napoleón III, se disputaban el control de la futura Italia, escrutó el campo de batalla sembrado de hombres moribundos y corrió desesperado hacia la Iglesia de Castiglione, la Chiesa Maggiore, en busca de auxilio. Allí, ayudado por las mujeres del pueblo, atendió a miles de soldados malheridos y enfermos, sin distinción alguna. Cinco años después, en 1864 y tras el éxito de su relato Recuerdo de Solferino, nació el Derecho Internacional Humanitario.
Las guerras de hoy no son tan distintas de lo que fue Solferino. Muertes, dolor, inocentes que huyen del horror, de la destrucción y soldados que luchan por una patria con el objetivo de destruir otra. En esencia, es prácticamente lo mismo. Es cierto que el alcance destructivo que hoy tienen los ejércitos es global, y no es menos cierto que Napoleón III nunca hubiera pensado en bombardear Chernóbil para envenenar a media Europa. En ese sentido, las guerras son mucho más fáciles que hace doscientos años, y quienes las inician, mucho más cobardes que los generales sardos y austríacos.
Después de la II Guerra Mundial, y con la aprobación del Cuarto Protocolo de Ginebra (1949) relativo a la “protección de civiles en tiempo de guerra”, la Carta de San Francisco de las Naciones Unidas (1945), firmada inicialmente por 26 Estados (entre ellos la URSS) y la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), un amplio grupo de Estados se comprometieron a cabalgar sus contradicciones y deseos de venganza bajo un amplio conjunto de normas y mecanismos, que permitieran balancear los intereses en el tablero de las relaciones internacionales, frenar la guerra o, en su defecto, tratar de mitigar el sufrimiento humano. Este es el resumen de más de 70 años de esfuerzos por controlar la naturaleza autodestructiva del hombre que Thomas Hobbes describió en su Leviatán (1651) como una lucha constante y sin cuartel contra el prójimo.
Desde la perspectiva de la asistencia humanitaria internacional, la guerra en Ucrania no deja de ser un triste, doloroso y frustrante episodio más. Su dimensión, tanto dentro de las fronteras como fuera, hipotecará por mucho tiempo las capacidades y los recursos de las Naciones Unidas, el Movimiento Internacional de la Cruz Roja, las ONG Internacionales y los Estados que pagan por la asistencia. Pero, ¿qué se puede hacer para asegurar una respuesta humanitaria de envergadura en un contexto donde las normas que rigen la guerra y las relaciones internacionales han sido defenestradas? No hay una respuesta clara, más allá de agarrarnos y defender lo que tenemos.
Desde la perspectiva de la asistencia humanitaria internacional, la guerra en Ucrania no deja de ser un triste, doloroso y frustrante episodio más
Desarrollar un marco operativo y funcional que dé forma al Derecho Internacional Humanitario bajo los escombros de Jarkov o Kiev depende de Rusia, que no está demostrando ser una alumna aventajada del humanista Henry Dunant. Lo que toca es explorar, sin descanso, los resquicios que la política deje, y colarse por ellos como un gato asustado por las bombas. Se puede hacer mucho, si las voluntades políticas aflojasen, o muy poco, si las mismas siguen usando el asesinato de civiles y el bombardeo de hospitales como un mecanismo de presión política.
Establecer la hoja de ruta para salvar vidas y proveer asistencia humanitaria en el corazón de un conflicto armado viene siempre determinado por complejas variables conectadas entre sí (políticas, geográficas, religiosas, económicas, jurídico-legales, logísticas, emocionales, psicológicas, entre otras), que hay que ir desbrozando casi de un modo artesanal. El éxito, si es que así pudiéramos llamar al noble hecho de salvar una vida, depende, en mayor parte, de la voluntad y la sensibilidad de los actores en conflicto y, en menor medida, de la capacidad y habilidad negociadora de los humanitarios para generar unas mínimas condiciones, en especial del Comité Internacional de la Cruz Roja y de las Naciones Unidas. No se trata de hacer las guerras justas o legalizarlas. Hablamos de poner límites al horror y aliviar el sufrimiento.
El cumplimiento del Derecho Internacional Humanitario es una obligación legal para todas las partes en un conflicto, ya sea este de índole internacional (véase la actual guerra) o no internacional (véase, por ejemplo, el conflicto armado interno en Colombia), pero su acatamiento no deja de ser una formalidad establecida en tiempos de paz, donde la música de las cancillerías suena bien distinta y las sonrisas impostadas acompañan el chin chin de la copas de vino en las recepciones de alto copete. La violencia y las bombas deforman la normalidad, retuercen las vidas y afectan la memoria y la percepción de los Estados en relación con sus obligaciones. Por consiguiente, y puestos a vaticinar, no esperemos en las próximas semanas grandes avances al respecto, y si quizás dos pequeños pasos hacia adelante y uno hacia atrás, que sumados en el tiempo y en medio de mucho dolor y sufrimiento, puedan ir dando forma a ese conglomerado humanitario tan necesario para hacer posible el mandato de Henry Dunant. La acción humanitaria de hoy, aunque se presente habitualmente como una solución rápida, es en el fondo la construcción de un proceso en medio de las urgencias.
El cumplimiento del Derecho Internacional Humanitario es una obligación legal para todas las partes en un conflicto, pero su acatamiento no deja de ser una formalidad establecida en tiempos de paz
Desde la ortodoxia del humanitarismo se apela al cumplimiento estricto de los principios que deben regir la asistencia: humanidad, imparcialidad, universalidad y neutralidad. ¿Cuáles serían los mínimos elementos esenciales que necesita la respuesta humanitaria para abrirse camino bajo los escombros en Ucrania?
En primer lugar, es necesario un alto el fuego total o parcial. Es una condición sine qua non, no solo desde un punto de vista moral o humano, sino desde una lógica operativa. No se puede garantizar la asistencia humanitaria bajo el plomo incesante. Los trabajadores humanitarios necesitan, en cualquier contexto, un cierto nivel de seguridad para hacer su labor.
En segundo lugar, es urgente el establecimiento de corredores humanitarios con el propósito de garantizar una evacuación segura de la población civil y un canal o hub móvil de asistencia humanitaria alrededor de los mismos. Espacios neutrales, bajo la supervisión y gestión de las agencias humanitarias internacionales. Pasadizos limpios y despejados de instrumentalización, que desemboquen en un lugar seguro, garantizando la protección internacional de quienes huyen de la guerra, en este caso hacia Polonia, Moldavia, Hungría, Eslovaquia o Rumanía. La propuesta de corredores con destino final en Rusia o Bielorrusia es inaceptable porque contraviene el principio de neutralidad. En este mismo sentido, la ayuda militar que esta recibiendo Ucrania debe circular por corredores distintos a los humanitarios, con el fin de conservar estos su carácter neutral y disminuir el riesgo de los evacuados.
Si Henry Dunant se despertara hoy en la maravillosa ciudad de Lviv, en medio del estruendo de la guerra, se sentiría profundamente aturdido y confuso al observar en lo que nos hemos convertido
En tercer lugar, la negociación política debe garantizar un esquema de protección y asistencia a los civiles en los centros urbanos, fuertemente golpeados por los bombardeos y la artillería. Jarkov, Mariupul, Odesa, Mikalov o Kiev van camino de convertirse en los nuevos Sarajevo o Alepo. Si los francotiradores van a jugar un papel esencial en la dinámica de desgaste del enemigo desde sus azoteas, lo harán a costa de los civiles que bajen de sus casas a comprar algo de pan y leche. Esta foto la hemos visto demasiadas veces en los últimos años.
Finalmente, es imperativo el respeto a la misión médica, tantas veces abandonada a su suerte. Las infraestructuras hospitalarias y la labor médico-sanitaria no puede ser un objetivo militar, una estrategia de guerra. En Siria, se produjeron decenas de ataques a centros médicos, causando la muerte de al menos 900 profesionales. Solo entre abril y septiembre de 2020, la fuerza aérea rusa atacó más de 40 hospitales en la provincia de Idlib, como el Atma Charity Hospital, entre otros, en una táctica que las Naciones Unidas definió como “de tierra arrasada”. En Ucrania, según la Organización Mundial de la Salud, 31 centros de salud han sido atacados en solo dos semanas de guerra, entre los que destaca el Hospital Materno Infantil de Mariupol. Cuando se destruye una maternidad o un hospital de referencia, no solo se esta afectando la capacidad de proveer auxilio a los heridos, se está también socavando las bases referenciales de la comunidad y reduciendo los refugios físicos y emocionales de los supervivientes. Es un crimen de guerra.
Si Henry Dunant se despertara hoy en la maravillosa ciudad de Lviv, en medio del estruendo de la guerra, se sentiría profundamente aturdido y confuso al observar en lo que nos hemos convertido. Una especie despiadada y sin principios, capaz de golpear a los inocentes e indefensos hasta la muerte.
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