Un juguete frágil en manos toscas
Los portugueses tendrán que pronunciarse en las elecciones del domingo sobre el lugar de la extrema derecha de Chega y sobre la herencia de la dictadura de Salazar
Al final, el monstruo estaba simplemente dormido. No podía ser de otra manera. El monstruo nunca muere.
Han sido suficientes dos años para que el partido de extrema derecha Chega, fundado en 2019, cobrara importancia política en Portugal. En gran medida, la decisión que los portugueses van a tomar el próximo día 10 revelará cómo quieren posicionarse ante Chega. Esto ya había ocurrido, por lo demás, en las anteriores elecciones legislativas, que el Partido Socialista ganó con mayoría absoluta. Su gobierno negligente y arrogante, despreciando el argumentario utilizado en la campaña, donde pidió el voto útil, fortaleció a los populistas. Hasta que no se incendia todo, jugamos con fuego.
¿Cómo podemos luchar contra la peligrosa ola populista?
No lo sé. Para descubrirlo, creo que será importante entender cómo hemos llegado aquí. En mi última novela, La vida normal (Seix Barral, Més Llivres, 2020), la protagonista descubre que puede ser nieta de Salazar, el dictador que gobernó Portugal durante décadas. Considero que los portugueses son todavía herederos de Salazar y que es urgente tomar conciencia de ello para que la herencia salazarista sea rechazada de una vez por todas.
¿Cómo nace el populismo? ¿Qué tiene que hacer alguien sediento de protagonismo para que le presten atención? ¿Cómo y por qué comenzamos a prestar atención a “esa persona”?
Para empezar, “esa persona” habla en voz alta, interrumpe a los demás y es irrespetuosa. Actúa así porque está indignada, enojada. Siendo un buen actor y un buen comunicador, da la impresión de que no tiene filtros, de que es auténtico, incluso si miente descaradamente. La competencia desenfrenada que nos exige la sociedad nos lleva a recrearnos en nuestra relación con los demás, alejándonos de la necesidad primordial que tenemos de no sentirnos solos. Por lo tanto, nos sentimos atraídos por aquellos que se muestran, aunque sepamos que no lo son, genuinos. Los recompensamos con nuestra atención y, muchas veces, con nuestro afecto. Permitimos que “esa persona” desafíe los códigos sociales o incluso las leyes. También hay quienes lo aprecian. El desenfreno de “esa persona” actúa como prueba de su independencia y puede ser interpretado como un signo de valentía. Para captar la atención de los demás y retenerla de manera duradera, “esa persona” debe elegir cuidadosamente los motivos de su indignación y enojo. Demoniza, así, a dos grupos: uno minoritario o desprotegido y otro de poderosos. En el grupo de los poderosos incluye a todos sus adversarios políticos. La supuesta valentía con la que finge atacar a los poderosos enmascara la despreciable cobardía con la que persigue a los desprotegidos. Para los populistas de la derecha, el grupo de desprotegidos casi siempre está formado por inmigrantes que, convenientemente y en su mayoría, no son votantes.
“Esa persona” sostiene que los grupos demonizados son la fuente de todos los males y que deben ser odiados y perseguidos. Por lo tanto, “esa persona” no se considera un agresor, sino una víctima que actúa en legítima defensa, queriendo ser portavoz de una multitud de víctimas que intenta reclutar para su “guerra santa”. La victimización que promueve, mezclando víctimas reales con falsas víctimas, es un arma peligrosísima: además de ser una poderosa estrategia empática, hace aún más vulnerables a las verdaderas víctimas.
Sin embargo, esta manipulación de “esa persona” redundaría en una inútil farsa si no hubiera un malestar general en la sociedad, resultado, sobre todo, de una imperdonable injusticia económica y social. En ese contexto, es fácil capitalizar el descontento de los ciudadanos: quienes se sienten abandonados están más dispuestos a escuchar a “esa persona”, que insiste en decir que no tiene ninguna responsabilidad en las causas que llevan a ese descontento. El abandono es el terreno sobre el que emergen los populismos incipientes. Otros partidos apartados del gobierno también tienen a su disposición ese mismo terreno y tienen igualmente al alcance de su mano la misma posibilidad de manipulación, pero no prosperan o languidecen. Para evitar tal fin, “esa persona” debe ser un comunicador competentemente histriónico y demagógico, ensalzado por las redes sociales y explotado por los medios, y no tener escrúpulos en perseguir injustamente a los grupos minoritarios o desprotegidos que elige demonizar. Hoy, en Portugal, el populismo de derecha prospera más fácilmente que el de izquierda debido a las opciones que uno y otro tienen en esa elección: se suma más fácilmente al incitamiento al odio a los inmigrantes que, por ejemplo, hacia los propietarios (a pesar del obsceno valor de los alquileres) o a los patronos (a pesar de los bajos salarios). De hecho, la dependencia de cada ciudadano respecto a los inmigrantes es menos visible y personalizada, más fungible, que respecto a propietarios o patronos. El odio a los inmigrantes desprotegidos es un odio conveniente porque queremos desconocerlos más: queremos apreciar a nuestros patronos (para que el trabajo sea menos pesado), pero no queremos apreciar a quienes están siendo explotados, porque sabemos que poco o nada hacemos contra esa explotación o que, incluso, nos beneficiamos de ella; queremos aplacar la incomodidad moral de cerrar la puerta de nuestro edificio dejando a los sin techo al relente.
Los gobernantes de los últimos años y décadas no pueden dejar de ser responsables de las actuales condiciones de vida de los ciudadanos. Su reacción y la de sus partidos ante la aparición de “esa persona” ha sido desastrosa, al caer en la trampa de la cismogénesis: ante el discurso de victimización de “esa persona”, defienden las políticas que siguieron –una maniobra natural de supervivencia–, pero lo hacen de manera tan exagerada, en total divergencia con la evaluación hecha por los ciudadanos, que da como resultado una repulsiva autoglorificación. Esta actitud arrogante agrava el sentimiento de abandono, ya que le añade culpa: si el gobierno fue bueno, quien vive con dificultades solo puede culparse a sí mismo. Por el contrario, “esa persona” acentúa la condición de las víctimas y promete luchar por los abandonados. El consuelo del reconocimiento del abandono y de la falta de culpa es una eficaz herramienta de seducción que oscurece la vacuidad o peligrosidad de la prometida “limpieza del país”. La conexión de los abandonados con el populismo es, por lo tanto, esencialmente emocional. Y, como tal, irracional y casi indestructible. “Esa persona” dirá y hará lo que quiera, que sus seguidores lo secundarán.
Una vez puesta en movimiento, la máquina del populismo se retroalimenta y es difícil detenerla. Es que un voto en un partido populista exitoso también sirve a otros que no son los abandonados: los resentidos, los castigadores, los adictos a la adrenalina de la tragedia, los que se embriagan con dinámicas de victoria, los que quieren “sacudir la apatía”, y muchos más. Como si la democracia fuera un juguete resistente.
La desastrosa cismogénesis inicial de los no populistas ha dado paso a su coexistencia con un igualmente desastroso mimetismo: los partidos de derecha (y no solo ellos) han estado imitando condenables posiciones y prácticas populistas, en una lucha desesperada por la supervivencia. Es una estrategia torpe, que al legitimar y banalizar principios inaceptables, va socavando las instituciones democráticas. Sin duda, fracasarán en su objetivo ciego: el de no perder tantos votos, ya que una imitación no hace más que otorgar poder a aquello que se imita.
La responsabilidad que las malas gobernanzas han tenido en el surgimiento de los populismos, se agudiza ahora que los populistas están instalados en la escena política. Las gobernanzas deben pasar a ser, y siempre lo deberían haber sido, irreprochables en su desempeño y en su imagen. A César no le basta con ser honesto, debe parecer honesto. Aún más cuando los bárbaros ya han derribado la puerta.
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