Los miedos ajenos
La vida política se ha degradado hoy hasta el punto de que, a falta de una esperanza creíble y movilizadora, resulta más fácil agitar el temor a los otros, una de las maniobras más torpes
Para entender a una sociedad es más útil examinar sus temores que sus deseos. Toda época de la historia se diferencia de las demás por haber conocido formas particulares de miedo, o mejor, por haber dado un nombre o un significado diverso a las angustias que desde siempre acompañan a la vida. También este año tendrá unos miedos diferentes de lo que nos preocupaban en el anterior. El paisaje ideológico de una sociedad se descubre observando a qué le tiene más miedo cada cual y cada grupo social o actor político. La confrontación política se lleva a cabo entre los miedos ajenos que nos resultan extraños y los miedos propios que nos parecen evidentes. Y la estrategia política elemental consiste en agitar el miedo a que se hagan con el poder aquellos cuyos miedos despreciamos. Hay conversación democrática allí donde, en vez de echar en cara a nuestros adversarios que teman cosas que nos parecen absurdas, tratamos de hacernos cargo de por qué pueden tener miedo a lo que juzgamos tan improbable.
Detrás de fenómenos políticos extremos (radicalismo, polarización, indignación, discursos del odio…) suele haber algún miedo intenso que por diversos motivos no conseguimos comprender. ¿Qué podemos y debemos hacer frente a él, especialmente cuando tenemos dificultades para entenderlo? Demasiadas veces achacamos opiniones o comportamientos que detestamos a la irracionalidad o la estupidez. Es cierto que muchos miedos tienen una base empírica y argumentativa muy endeble, como temer que el cielo pueda caer sobre nuestras cabezas, según el sentir de Astérix, o que con las vacunas se nos quiera introducir un chip para controlarnos. El escritor austriaco Robert Musil hablaba de un “analfabetismo del miedo” para describir ese sentimiento elemental que con frecuencia no valora correctamente el peligro ni sabe cómo gestionarlo. También podríamos hablar de un analfabetismo a la hora de comprender y relacionarse con los miedos ajenos, especialmente aquellos que, con o sin razón, nos parecen insólitos. Una de las obligaciones democráticas consiste en estar dispuesto a cambiar la perspectiva y examinar qué razones hay en los miedos de los demás y, a la inversa, si el miedo que les tenemos está plenamente justificado.
La vida política se ha degradado hoy hasta el punto de que, a falta de una esperanza creíble y que movilice positivamente, resulta más fácil agitar el miedo a los otros o ridiculizar los suyos. Además del desprecio declarado a los miedos ajenos, existe una condescendencia paternalista que no ayuda a entenderlos. Me refiero a la arrogancia implícita en aquello de que hay que comprender el miedo de los otros; se da así a entender que deberíamos esforzarnos para hacernos cargo de los falsos temores de las personas inseguras. En la recomendación de tomarse en serio los miedos de los otros se desliza un cierto menosprecio e incluso una devaluación moral. Los temerosos vendrían a ser los mal informados, los resentidos o los crédulos.
¿No podría ocurrir en muchas ocasiones que los demás no tienen miedos extraños sino preferencias políticas diferentes de las nuestras? ¿No estaremos haciendo un diagnóstico patológico de cuestiones políticas? Los miedos necesitan una terapia, mientras que las opiniones políticas son objetos de una discusión democrática. Y a veces queremos ahorrarnos este debate mediante una descalificación psicológica. Tratarles como a menores de edad que no saben que esos fantasmas no existen no es el mejor modo de hacerles frente, ni el más democrático. ¿Son esos miedos tan infundados como aseguran quienes disfrutan de tantas seguridades? ¿Quién es más razonable a la hora de ponderar los miedos, quien los padece o quien los observa, los más vulnerables o los mejor protegidos? En vez de echarse en cara unos a otros la irracionalidad de los miedos ajenos, nuestros análisis serían más certeros y nuestras decisiones más justas si los consideráramos como asuntos políticos, no de salud mental; si los abordáramos con una lógica política y renunciando a cualquier superioridad moral.
Esa condescendencia benevolente esconde un tono de superioridad que no va a ayudarnos a comprender nada y solo está dando lugar a diagnósticos perezosos. Se da a entender así que uno toma en serio los temores ajenos, pero no sus motivos, que considera completamente infundados. Los miedos ajenos pueden tener una causa insuficiente, pueden ser exagerados o estar agitados interesadamente por astutos manipuladores, pero son reales para quienes los sienten y eso es lo que deberíamos tomarnos en serio. Por supuesto que podemos —y en ocasiones debemos— discutir sus motivaciones, pero vencer el miedo no es conjurarlo con un mensaje tranquilizador que muestre lo absurdo de tenerlo sino, en muchas ocasiones, resolver aquellos problemas que lo originan.
Propongo que nos fijemos más en la realidad del miedo que en su fantasía o en su posible manipulación. El miedo es real, aunque no esté en proporción a sus causas; el entorno del que surge es real (la creciente incertidumbre, las transformaciones abruptas, la desprotección general), aunque muchas de las propuestas para conjurarlo sean engañosas. No basta con explicar a los temerosos lo exagerado de su miedo ante fenómenos cuyo verdadero impacto también nosotros desconocemos, como la digitalización, el incremento de la diversidad, el cambio de valores sociales o el desclasamiento.
Desde el punto de vista social es más real lo que sobrevalora la gente que lo que minimizan las élites. Estas argumentan que ciertas reacciones no son razonables ni ofrecen las soluciones adecuadas, lo que muchas veces es cierto, pero eso no nos exime de la responsabilidad de indagar en las causas de ese malestar. Insistir en que la política es representativa, que la globalización proporciona muchas oportunidades o el racismo es malo es algo que solo vale para tener razón, pero no sirve para hacerse cargo de por qué resulta tan irritante el elitismo político, qué dimensiones de la globalización representan una amenaza real para muchas personas o qué aspectos del conflicto multicultural deben resolverse con algo más que buenas intenciones. Tan cierto es que el capitalismo ofrece muchas oportunidades como que amenaza particularmente a un cierto tipo de trabajadores; el fenómeno multicultural es celebrado por quienes no experimentan más que sus beneficios en el bazar de la diversidad (en el consumo, la diversión o como mano de obra barata) y temido, tal vez en exceso, por quienes lo viven en sus dimensiones más conflictivas, pues sienten la inseguridad física en sus barrios o la precariedad en sus puestos de trabajo.
Los líderes de la nueva derecha pueden formar parte de esa misma élite, pero —como los dirigentes de la izquierda alternativa en otro momento— han captado bien una parte del descontento popular. Mientras tanto, existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto.
En la época de la indignación hubo quien aseguró que el miedo cambiaría de bando, sin adivinar que estaba agitando una munición electoral especialmente peligrosa. Se acaba generando así una cultura política en la que el miedo, con diferentes versiones, se generaliza e instala en todos los bandos. No hay nada más dañino que instalarse en aquel punto en el que, con palabras de Charles Taylor, el sueño de unos se convierte en la pesadilla de los otros. Es mucho mejor trabajar el miedo ajeno para disiparlo o aminorar su intensidad en la medida de lo posible, que producirlo. Como estrategia política, dar miedo es una de las maniobras más torpes. El miedo que atenaza a unos puede efectivamente cambiar de bando, pero en la dirección menos esperada y deseable, fortaleciendo una hostilidad que termina volviéndose contra cualquiera. Que otros tengan miedo no nos protege del nuestro. Sus miedos pueden alimentar en nosotros aquellos miedos de los que pensábamos librarlos al provocárselos. Tal vez lo más amenazante para nosotros sean esos miedos ajenos que, lejos de ofrecernos, por contraste, seguridad, nos conducen a una situación general de irracionalidad, desconfianza mutua, confusión, imprevisibilidad, en la que finalmente todos, no solo ellos, ni unos pocos, nos muramos de miedo.
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