De una guerra comercial a una guerra de subsidios
Estados Unidos ha ampliado con Biden las políticas proteccionistas y de ayudas que puso en marcha Trump y es casi seguro que otros países responderán con medidas similares, internacionalizando el conflicto
Para consternación de muchos economistas, el Gobierno del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha mantenido la mayoría de los aranceles y barreras comerciales de su predecesor. De hecho, contra lo que esperaba la mayor parte de los analistas, Estados Unidos ha impuesto nuevas medidas proteccionistas, por ejemplo las políticas de “compre nacional” de Biden; el resultado es un aumento de costos para los consumidores y contribuyentes estadounidenses.
Durante la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos impuso un arancel del 25% a las importaciones de acero y del 10% a las de aluminio. La Administración de Trump inició una guerra comercial con China, se retiró del Acuerdo Transpacífico (ATP) que habían negociado los presidentes George W. Bush y Barack Obama con 12 países de la cuenca del Pacífico, y “renegoció” el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, al que rebautizó Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá.
Trump optó por estas y otras acciones unilaterales, a pesar de que un proceso multilateral a través de la Organización Mundial del Comercio hubiera sido mucho más eficaz y con menos riesgo de perjudicar a aliados de Estados Unidos. Pero la Administración de Biden ha ido incluso más lejos, con la plena adopción de una política industrial mediante la aprobación de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés), con un presupuesto de 430.000 millones de dólares (unos 396.000 millones de euros) que en buena parte se destinarán a subsidiar las tecnologías verdes y las energías renovables, y de la Ley de CHIPS y Ciencia (280.000 millones de dólares), cuyo objetivo es fomentar la creación de una fuerte industria estadounidense de los semiconductores.
Según la Casa Blanca, la ley de CHIPS estimulará la producción nacional de semiconductores y creará “decenas de miles de puestos de trabajo bien remunerados en el área de la construcción sindicalizada y varios miles más de empleos fabriles cualificados”, al tiempo que movilizará cientos de miles de millones de dólares en inversión privada adicional. Para facilitar la relocalización de la producción de chips, la ley asigna 52.000 millones de dólares a investigación y desarrollo y a capacitación de la fuerza laboral y provee un crédito fiscal del 25% para los fabricantes locales. Pero al subsidiar a las empresas estadounidenses, en la práctica la ley discrimina a los productores extranjeros o con fábricas en el extranjero. Por su parte, la IRA concede un subsidio de 7.500 dólares a quienes compren vehículos eléctricos fabricados en Estados Unidos, lo que da a los modelos estadounidenses una ventaja respecto de sus rivales chinos y japoneses.
Sin embargo, numerosos estudios han demostrado que el uso de subsidios suele perjudicar a los países que los aplican, ya que tiende a reducir la competencia, asfixiar la innovación, aumentar costos y poner en desventaja a los exportadores que dependen de insumos importados. Peor aún, cuando un país apela a subsidiar la industria local para mejorar su competitividad, suele ocurrir que otros países respondan con medidas proteccionistas propias. Y la escalada de represalias y medidas de reciprocidad daña las economías de otros países y de sus socios comerciales.
Ya es evidente que en la guerra de subsidios que se avecina no habrá un vencedor claro. Según el volumen de los subsidios que apliquen los países extranjeros en represalia, puede que anulen en forma parcial, o incluso total, las ventajas competitivas que se buscó generar con el subsidio inicial.
Esta dinámica resulta particularmente evidente en áreas como los semiconductores, las baterías y los vehículos eléctricos. Por ejemplo, en respuesta a las políticas industriales de Biden, la Unión Europea ha dado luz verde a un plan dotado con 43.000 millones de euros para reforzar la industria europea de los semiconductores; al mismo tiempo, Corea del Sur y Japón también han puesto en marcha planes para subsidiar la producción local de chips. Mientras tanto, empresas europeas, japonesas y surcoreanas han comenzado a construir o a invertir en instalaciones en Estados Unidos para poder acceder a los subsidios y créditos fiscales previstos por la IRA.
Aunque la política de subsidios de Biden puede mejorar la capacidad local de fabricación de semiconductores (sobre todo, porque Estados Unidos cuenta con recursos para superar en subsidios a la mayoría de sus rivales), traerá aparejado un costo. Morris Chang, fundador de la Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, calculó hace poco que fabricar chips en Estados Unidos es un 50% más caro que en Taiwán, donde hoy se producen más del 90% de los chips avanzados de todo el mundo. Chang no cree que los subsidios estadounidenses actuales alcancen para compensar esta diferencia de costos. Pero, como ha señalado Adam Posen, del Instituto Peterson de Economía Internacional, el precio real del desacople económico “no es tanto las barreras comerciales, que de por sí son malas, sino la reducción del crecimiento de la productividad”.
Además, es probable que una parte significativa del dinero gastado en subsidios industriales se desaproveche (más costo para los contribuyentes). Un modo mucho mejor de mejorar la competitividad industrial (dentro y fuera de Estados Unidos) sería redirigir estos fondos a educación, Formación Profesional, investigación e infraestructuras. Lamentablemente, hace poco la secretaria de Comercio de Estados Unidos, Gina Raimondo, presentó la Ley de CHIPS como un modelo de apoyo a otros sectores nacionales. Puesto que es casi seguro que otros países responderán con medidas similares, todo indica que la guerra comercial de Trump con China se ha convertido en una costosa guerra internacional de subsidios en la que nadie resultará vencedor.
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