La guerra de los subsidios desatada por EE UU pone a Europa contra las cuerdas
Washington, con la excusa de acelerar la transición energética, ha lanzado un paquete de subvenciones millonario que supone una amenaza para la industria europea
El pasado mes de enero una nutrida delegación de congresistas estadounidenses, con el senador demócrata Joe Manchin a la cabeza, llegaba a la estación suiza de Davos dispuesto a aprovechar el marco del Foro Económico Mundial para explicar a los aliados europeos las buenas intenciones de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) que tantas ampollas ha provocado en la relación transatlántica. Tardaron poco en comprobar, por boca entre otros del canciller alemán, Olaf Scholz ,y del primer ministro luxemburgués, Xavier Bettel, que la misión no iba a ser sencilla.
Estados Unidos se ha subido a la nueva ola proteccionista que añade presión al comercio global, sumido aún en los efectos de la pandemia, el impacto de la guerra en Ucrania, el repunte de la inflación y los problemas de suministro energético y alimentario. Desde finales del mandato de Barack Obama y más aún con Donald Trump de presidente, Estados Unidos ha emprendido una guerra contra China por el predominio tecnológico global que se ha traducido en un bloqueo de la transferencia de tecnología y el subsidio de la producción nacional. La llegada de Joe Biden a la presidencia del país no ha hecho sino agudizar esa tendencia que profundiza la fragmentación de la economía global. La nueva política industrial que Estados Unidos está diseñando a través de la Ley de Reducción de la Inflación y la de Chips y Ciencia (ambas de agosto de 2022) y la de Inversión en Infraestructuras y Empleos (de noviembre de 2021) tiene un notable sesgo proteccionista. Las normas contienen importantes provisiones para limitar los incentivos fiscales y financieros solo a las empresas estadounidenses. Una decisión que muchos expertos y desde luego las autoridades europeas consideran que provoca distorsiones de mercado y atenta contra las normas de comercio internacionales.
“La llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos ha tenido efectos muy positivos en el ámbito global, como la vuelta de la primera potencia mundial al Acuerdo de París o el apoyo que está brindando a Ucrania ante la invasión de Rusia. Pero en materia comercial, la Administración de Biden es igual que la de [Donald] Trump o incluso peor”, subraya Cecilia Mälmstrom, antigua comisaria europea de Comercio y ahora, entre otros cargos, investigadora sénior no residente del Peterson Institute for International Economics, con sede en Washington.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la Ley de Reducción de la Inflación. La misma noche del pasado 16 de agosto, cuando Biden firmó la ley, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, publicaba un tuit en el que se felicitaba por la decidida apuesta de Estados Unidos en favor de las energías limpias, un modelo de crecimiento más sostenible y la lucha contra el cambio climático. Pero bastó que empezaran a trascender los detalles de la ley para que se encendieran las alarmas entre sus asesores y el colegio de comisarios.
“La dinámica de la ley es muy preocupante. Se trata, además, de una posición bipartidista, lo que garantiza su permanencia en el tiempo aunque haya un cambio en la Administración. Lo peor, además, es que a la UE la ha pillado totalmente por sorpresa. En septiembre de 2021 se creó el Consejo de Comercio y Tecnología Unión Europea-Estados Unidos para abordar precisamente estas cuestiones y las provisiones de la norma jamás se abordaron en esos encuentros”, asegura Niclas Poitiers, investigador del think tank europeo Bruegel.
Un cambio profundo
Los expertos consideran que la IRA es la ley climática más importante jamás aprobada en la historia de Estados Unidos y aseguran que supone un cambio profundo en el papel del Estado para promover y proteger a las empresas y sectores considerados estratégicos para la primera economía mundial. Los cambios tecnológicos derivados de la necesidad de hacer frente a los desafíos climáticos y de independencia energética son uno de los objetivos prioritarios.
Hoy por hoy, más del 25% de los vehículos eléctricos se producen en Europa, y apenas un 10%, en Estados Unidos. Para cambiar esa realidad la nueva legislación estadounidense prevé ayudas para los consumidores de 7.500 dólares por vehículo siempre que al menos un 40% de las materias primas usadas para la batería del coche se extraigan en Estados Unidos o en un país con el que tenga firmado un acuerdo de libre comercio. Ese porcentaje se situará en el 80% para 2026. Asimismo, el 50% de los componentes de las baterías eléctricas tienen que ser fabricados o ensamblados en Estados Unidos, Canadá o México, los tres países que conforman una zona de libre comercio. Para 2029, la exigencia asciende al 100% de los componentes. Es solo un ejemplo dentro de los muchos que contiene el generoso programa de ayudas que recoge la IRA para promover la inversión en tecnologías energéticas y mitigar las emisiones de gases contaminantes.
También la Unión Europea ha aprobado cuantiosas subvenciones para acelerar la descarbonización de la economía, estimular el desarrollo de tecnologías limpias y apoyar la transición de la industria, pero sin discriminar por nacionalidad del fabricante ni origen de los materiales empleados en la fabricación. Asimismo, el próximo otoño entrará en vigor una tasa a las importaciones de los productos más intensivos en dióxido de carbono (CO₂), el primer arancel climático del mundo, que según ha explicado en distintos encuentros el comisario de Comercio, Valdis Dombrovskis, se ha diseñado bajo la premisa del respeto a las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y sin ninguna discriminación por origen. Dombrovskis defiende “una alianza transatlántica para una economía más verde y la creación de cadenas de valor transatlánticas para hacer frente a este reto”, sin descartar que la UE pueda acabar denunciando algunas de estas medidas ante la OMC. El desembolso efectuado por la Unión Europea, en todo caso, no es comparable ni de lejos con los volúmenes de ayudas que maneja Estados Unidos.
La Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés) ha estimado que la IRA tendrá un coste para las arcas públicas de unos 369.000 millones de dólares (cerca de 350.000 millones de euros). Sin embargo, los analistas de Credit Suisse calculan que esa inversión se puede multiplicar casi por cuatro, dado que los programas no están limitados ni en volumen ni en cuantía y su alcance definitivo dependerá de la demanda de consumidores y empresas a los planes. “Según nuestros cálculos, el gasto climático federal puede alcanzar los 800.000 millones, el doble de lo estimado. Eso, combinado con el efecto multiplicador sobre las inversiones privadas y los programas de financiación verde, puede disparar el gasto total de la ley hasta rondar los 1,7 billones de dólares en 10 años”, subrayan los expertos de la entidad en un reciente informe.
A esas importantes cuantías hay que sumar los 280.000 millones de dólares de la Ley de Chips y Ciencia destinados a subsidiar la producción de semiconductores en Estados Unidos y los 1,2 billones (casi el equivalente a toda la economía española) de la Ley de Infraestructuras, que también contiene provisiones para que se usen materias primas y productos de fabricación estadounidense en la construcción de aeropuertos, carreteras, puentes, líneas de tren previstas en la ley. Una auténtica revolución.
En diciembre pasado, el presidente francés, Emmanuel Macron, viajó a Washington para trasladar a las autoridades la preocupación por los cambios legislativos. “Ustedes están dañando mi país”, le espetó al senador Manchin, pieza clave en la aprobación de la IRA, durante un encuentro con congresistas. El mandatario se reunió después con Biden en la Casa Blanca, donde “tuvimos una discusión muy buena, franca y fructífera (…). Lo que decidimos con el presidente Biden es precisamente solucionar este problema”, declaró Macron en una entrevista en la CBS.
Hacer y luego preguntar
Es lo que Jeremy Shapiro, director de investigación del European Council on Foreign Relations (ECFR) y antiguo alto cargo del Departamento de Estado de Estados Unidos, ha denominado “coordinación ex post”: Estados Unidos toma una decisión sin consultar a sus aliados europeos, se produce una respuesta furiosa al otro lado del Atlántico, Washington expresa su sorpresa y envía a varios altos cargos al continente —aquí cabe enmarcar el viaje de los congresistas a Davos— para intentar calmar los ánimos de sus socios, el presidente admite su limitada capacidad para introducir cambios y se ofrece a hacer alguna concesión definida. Los europeos se declaran entonces satisfechos por el esfuerzo de Estados Unidos en atender sus reivindicaciones. Es la dinámica aplicada, por ejemplo, en la retirada de tropas de Afganistán o en el acuerdo Aukus sobre submarinos nucleares. Dado el ajustado equilibrio de fuerzas en el Capitolio es impensable que Biden vaya a aceptar enmiendas a las últimas leyes industriales para congraciarse con sus socios europeos. Si acaso, según Poitiers, algún avance en las ayudas al coche eléctrico y sobre las materias primas.
En su último discurso sobre el estado de la Unión, Biden no dejó lugar a dudas: “Sé que voy a ser criticado por esto, pero no voy a excusarme por ello: cuando llevemos a cabo estos proyectos, vamos a comprar productos estadounidenses. Es totalmente coherente con las normas de comercio internacionales. Desde 1933 Buy American ha sido la norma en vigor en los contratos públicos, pero durante demasiado tiempo, las administraciones —demócratas y republicanas— han desistido de aplicarla. Eso se acabó”, anunció a los senadores y congresistas. “Esta noche además anuncio nuevos requisitos de los contratos que establecerán que todos los materiales usados en la construcción de los proyectos de infraestructuras tienen que estar hechos en Estados Unidos, desde la madera al vidrio, el yeso o el cable de la fibra óptica. ¡Todo será americano!”, declaró ante el aplauso unánime de la Cámara.
Norbert Rücker, analista del banco suizo Julius Baer, cree que “el miedo y la preocupación que han suscitado estas leyes parecen desproporcionados y fuera de la realidad económica”. Pero algunas decisiones empresariales ponen en cuestión este punto de vista.
El grupo automovilístico alemán Volkswagen, el mayor fabricante europeo de vehículos, ha frenado los planes para construir una planta de baterías en el este de Europa y trasladarla a Estados Unidos, donde estima que podría recibir unos 10.000 millones de dólares en préstamos y ayudas recogidas en la IRA. Volkswagen está a la espera de ver cuál es la reacción europea antes de tomar una decisión definitiva, pero el replanteamiento de la estrategia de producción da idea del impacto global de la legislación estadounidense. Las empresas valoran, además de los generosos subsidios, la agilidad en la tramitación de las ayudas y la gestión en los distintos niveles de la Administración en Estados Unidos, lo que contrasta con la pesada burocracia europea.
El caso de Tesla
El presidente de la consultora Eurasia Group, Ian Bremmer, contaba en una de sus notas semanales una conversación mantenida entre el canciller Scholz y el fundador de Tesla, Elon Musk, en la que el mandatario alemán le preguntaba por qué la compañía automovilística había renunciado a una subvención valorada en 1.000 millones de euros para aumentar la producción de módulos de batería en su gigafactoría de Brandeburgo (Alemania). Musk, uno de los hombres más ricos del mundo, respondió que la cantidad de tiempo y esfuerzo que exigía de sus directivos cumplir toda la normativa europea comparada con Estados Unidos era simplemente “prohibitiva”. Tesla ha trasladado esa producción a la planta de Nuevo México, que gracias al tratado de libre comercio con Estados Unidos se podrá beneficiar de las ayudas aprobadas por la IRA.
En este debate no hay una posición de empresas concretas. La industria europea ha insistido en que el problema no es tanto el volumen de las ayudas que contempla la legislación como la incertidumbre regulatoria y ha pedido a las autoridades que agilicen los plazos y las garantías sobre el resultado final de los procesos administrativos en la adjudicación de proyectos empresariales y de los fondos comunitarios.
Ante la perspectiva de una fuga notable de inversiones, y después de muchos meses de anuncios con escaso contenido, Bruselas ha aceptado que “en casos excepcionales” los Estados miembros puedan igualar las ayudas a las empresas para evitar su deslocalización, al tiempo que facilitará los trámites y ampliará los supuestos en los que se permite dar ayudas de Estado. Se trata de ampliar la regulación extraordinaria que se adoptó como respuesta a la invasión rusa de Ucrania, solo que ahora podrá hacerse en zonas que ya estuvieran contempladas como destino de ayudas o proyectos localizados en al menos tres Estados miembros. El principal problema de la UE es que no todos los países miembros disponen de la misma capacidad fiscal para subsidiar la producción y que una carrera de ayudas públicas en el seno de la UE puede provocar una enorme distorsión del mercado único que puede herir de muerte el propio proyecto europeo. De hecho, Alemania y Francia copan el 77% de las ayudas concedidas a las empresas europeas por sus respectivos países como consecuencia de la guerra en Ucrania.
“Un giro en las políticas industriales europeas es inevitable y, de hecho, necesario, pero es crítico que se haga en el ámbito europeo y no como la suma de decisiones nacionales. Es la única forma de preservar el mercado único, el principal elemento de integración europea por sus positivos efectos sobre el crecimiento y el nivel de vida. Si se va a convertir en una cuestión del espacio fiscal que tiene cada país en cada momento, el mercado único deja de existir de facto”, sostiene Erik Nielsen, asesor económico del Grupo Unicredit.
“Es desde luego la mayor amenaza”, coincide Niclas Poitiers, de Bruegel. “Si no estás en el área de influencia de alguna de las grandes economías, especialmente Alemania, difícilmente podrás beneficiarte de esa excepcionalidad a las ayudas de Estado”.
La carrera emprendida por las dos potencias globales tiene consecuencias más allá de sus fronteras. A finales de febrero, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, advertía a los ministros de Finanzas del G-20 reunidos en la ciudad india de Bengaluru que la competición emprendida por los países ricos para atraer la producción de los vehículos eléctricos amenaza con dejar fuera a las economías emergentes, con una capacidad muy limitada para responder a esas ayudas. “Las políticas fiscales deben centrarse en acelerar la transición a una economía verde más que en obtener ventajas competitivas para sus empresas”, apuntaba Georgieva.
Una posición parecida a la manifestada por la directora general de la OMC, Ngozi Okonjo-Iweala, que alertaba contra las políticas que acaben teniendo efectos indirectos negativos sobre terceros o que dejen atrás a los países sin los recursos para competir en una carrera de subvenciones. Lo hizo en el marco del Foro de Davos, donde los ministros de Comercio de 27 países, incluidos desde luego la Unión Europea y Estados Unidos, lanzaron la Coalición Comercial sobre el Clima, con el objetivo de propiciar la cooperación y evitar las fricciones comerciales en las medidas adoptadas por los distintos países para hacer frente al cambio climático. Por más que a la vista de los hechos cueste creerlo.
Más leña al fuego de la inflación
La sucesión de shocks que ha sufrido la economía global en los últimos años (desde la pandemia a la invasión rusa de Ucrania y el enfrentamiento con China) ha reducido la integración y provocado una mayor fragmentación de la economía global. “La desglobalización se está acelerando a través de una combinación de proteccionismo a la vieja usanza, una nueva relocalización comercial a países con valores compartidos y sanciones y prohibiciones con fines geoestratégicos”, aseguraba en un reciente artículo Raghuram Rajan, antiguo gobernador del Banco de la Reserva de India y ex economista jefe del FMI.
La seguridad nacional se ha convertido ahora en objetivo prioritario de las políticas económicas y comerciales, con la consiguiente relocalización de las fuentes de suministro. Esa reducción de las cadenas de valor y logísticas para evitar rupturas de la producción en el futuro tendrá consecuencias sobre los precios a medio y largo plazo, pues supone unos costes más altos que en sus actuales emplazamientos.
En este entorno, Larry Fink, fundador y presidente de BlackRock, la mayor gestora de fondos del mundo, admitía en su carta anual a los inversores de la firma que las decisiones de producción de las empresas estarán más guiadas por esa nueva necesidad de reducir su exposición a las tensiones geopolíticas que por maximizar el beneficio en forma de menores costes. “Por eso creo que la inflación va a ser persistente y que dificultará los intentos de los bancos centrales para reducirla a largo plazo. De ahí mi previsión de que la inflación se situará en torno al 3,5% y el 4% durante los próximos años”, apuntaba Fink esta semana.
Los analistas de Capital Economics consideran que si las tensiones comerciales se limitan a lo visto hasta ahora, las economías y los mercados financieros se adaptarán gradualmente al nuevo entorno. Pero si la fractura se agudiza, “ello puede provocar escasez de suministros, reiterados picos inflacionistas, subidas de los tipos de interés y un endurecimiento dramático de las condiciones financieras en todo el mundo”, subrayan. La moneda aún está en el aire.
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