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Columna
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Banalización del nazismo y el antisemitismo

Putin y Netanyahu despliegan todos los excesos retóricos para intentar que cale su victimismo

Benjamín Netanyahu
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en Jerusalén (Israel), el pasado 19 de febrero.ABIR SULTAN (EFE)
Lluís Bassets

Creer que tienes razón por haberla tenido. Es lo peor de todo, según el soberbio poeta que acuñó la sentencia. Sirve para Vladímir Putin, que tacha de nazis a cuantos se constituyen en enemigos de sus desmanes y designios. Pero también para Benjamín Netanyahu, que convierte en antisemita cualquier crítica a su Gobierno.

Así es como la Gran Guerra Patria de la Unión Soviética contra Hitler deviene autorización para ocultar de nuevo las viejas atrocidades del gulag y justificar las atrocidades presentes de las tropas rusas en Ucrania. Idéntica función le corresponde al Holocausto respecto a la ocupación de los territorios palestinos en contravención de las resoluciones de Naciones Unidas y la actual destrucción y matanza perpetradas por el Gobierno extremista de Netanyahu en Gaza.

Nunca han faltado verdaderos nazis y antisemitas, o equivalentes, en Ucrania y en Palestina, pero también en las propias filas de los que más ruido hacen al denunciarlos. Algunos lucen insignias de antifascistas y amigos de Israel habiendo sido e incluso exhibido hasta ayer mismo todo lo contrario. No debiera colar en ningún caso la elevación de la parte a expresión del todo para tachar de nazi a un judío ucranio como Zelenski o de antisemita a Antonio Guterres y a la entera organización de Naciones Unidas de la que es secretario general y que fue, por cierto, la que expidió la partida de nacimiento de Israel en 1947.

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No pueden ser nazis todos los ucranios o los indefensos manifestantes moscovitas aporreados por la policía, arrastrados luego a las comisarias, quizás más tarde a la celda de castigo en el Ártico o las trincheras del Donbás. Ni pueden ser antisemitas todos los palestinos ni cuantos se oponen al Gobierno de Israel, el más ultraderechista de la historia, indiferente al sufrimiento ajeno y dispuesto a expulsar a los árabes y ocupar toda la tierra entre el Jordán y el mar. Ni los partidarios de un Estado palestino, del regreso de los refugiados y de Jerusalén como su capital, a través de acuerdos para la paz, la seguridad y la libre determinación de todos, los israelíes que ya la tienen y los palestinos a los que se les ha hurtado hasta ahora.

No son solo excesos verbales los de esa infame retórica de la que solo se libran los incondicionales de Putin y Netanyahu. En ella se refleja una visión inmutable y maniquea de la historia, en la que los eternos demonios del fascismo y del antisemitismo atacan a Rusia e Israel, naciones eternas y angélicas, en combates apocalípticos. Es la política de la eternidad de unos líderes que “sitúan a su país en el centro de un victimismo cíclico”, según un certero concepto del historiador Timothy Snyder (El camino hacia la no libertad, Galaxia Gutenberg).

Todo exceso lleva a la confusión y al desgaste. Cuando todo es fascismo y antisemitismo nada es fascismo ni antisemitismo y el campo queda ya abonado para que crezcan sigilosamente las auténticas y más monstruosas plantas totalitarias y racistas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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