Jimena hablando y tú callada
En proporción relativa, quienes más preguntan y toman la palabra en clase son los estudiantes y las intervenciones más extensas son las de ellos y no las de ellas
Cuando el héroe encolerizado está a punto de derribar una puerta, aparece en escena una niña que le dice: “Cid, en el nuestro mal, vós non ganades nada”. Esa niña de nueve años es la primera mujer que habla en el Poema de mio Cid. No es la única: versos más adelante, el anónimo cantar de gesta da varias veces la voz a la fiel esposa Jimena. Son tempranas voces femeninas en la literatura peninsular, pero no las primeras: en las jarchas, tan oscuras y difíciles de reconstruir, son frecuentes los versos que por completo parecen escritos para ser dichos por mujeres que reclaman a su amante ausente. Las mujeres no han dejado de hablar por boca de sus personajes literarios desde que el latín se deshizo en lenguas en la Península.
En la clase de Historia de la Lengua estamos con los textos tempranos y suenan estas voces femeninas en lenguas ibéricas, sea el castellano del Cid o el romance andalusí de la jarcha. Mientras estoy haciendo en la pizarra el retrato lingüístico de esos primeros romances peninsulares, alguien, con la normalidad acostumbrada en una clase universitaria, alza la mano. Antes de contestar la pregunta se me cruza un pensamiento de fondo. Una vez más, tengo delante de mí en el aula una mano levantada de un estudiante y a su alrededor a 40 alumnas calladas.
Estoy intentando comprender por qué, en proporción relativa, quienes más preguntan y toman la palabra en clase son los estudiantes, por qué las intervenciones más extensas son las de ellos y no las de ellas. No hablo de calificaciones ni de resultados académicos: hablo de levantar la mano para preguntar, o de contestar de forma resuelta (equivocada o acertadamente) a una pregunta lanzada por el profesor, o de tomar la palabra sin estar deseando soltarla al segundo de asumir el turno. Llevo tantos años dando clases como tiempo tiene recorrido este siglo, y ellas siempre han hablado menos que ellos, incluso aunque les imparta clase una profesora, incluso aunque sean mayoría las estudiantes en el aula.
Quiero incluir aquí algunos datos estadísticos por respeto a los lectores, que no merecen que mi opinión se base en una idea impresionista o en lo aleatorio de mi experiencia. Hace dos décadas, la profesora Allyson Jule empezó a cuantificar en las clases de secundaria de Canadá la dosis de silencio que administraba el estudiantado, y ellas constantemente eran las menos habladoras; la socióloga Janice McCabe expuso en un trabajo científico de 2020 cómo en clases universitarias los alumnos varones hablan en público 1,6 veces más que las mujeres. Y no es solo una cuestión de cantidad mensurable, de tiempo cronometrable, es también de tiempo aprovechado, no perdido en quitarse capacidad o restar importancia a lo que se va a decir a continuación o en imbuir de tanta cortesía la expresión de una idea que esta termine quedando en una argumentación desmayada. Sí, el tópico nos retrata a las mujeres como locuaces y parlanchinas, pero parece que en las clases nos sentimos menos cómodas para hablar. Y si salimos del aula no varía el reparto de tiempo en el turno de palabra: en entornos de conversación recreada (la producción audiovisual), los diálogos reservan constantemente menos guion a las mujeres; en ámbitos muy igualitarios como las cámaras parlamentarias (equilibradas incluso por cuotas en las listas electorales), la producción discursiva femenina, contada en minutos, es siempre menor que la masculina.
Algo no termina de funcionar: nuestras antecesoras entraron en el mundo laboral y contribuyeron a que naturalizáramos el género femenino en profesiones tradicionalmente masculinas: llegaron las juezas, las ingenieras, las concejalas, las alcaldesas. El español fue haciéndose con nuevos sustantivos femeninos, normalizados en el uso y hoy comunes en la conversación. Alguien pensó que diciendo todos y todas nos sentiríamos más incluidas, y el desdoble fue un tentador blanqueante para quien quisiera hacerse ver como feminista; fue fácil que alguna política incluso se tirase por el tobogán de la boutade para inventarse unas miembras o una portavoza con las que ganar en la competición del y yo más. Pero en mi clase las alumnas seguían calladas. Hay una parte de la comunicación femenina que está por afianzarse.
Llegados a este punto creo que depende de nosotras levantar la mano, arriesgarnos a decir una absoluta necedad o una rotunda verdad (en la misma proporción que ellos), no pedir disculpas anticipatorias por ello: hablar y, si es el caso, no permitir que nos interrumpan. Por eso ahora soy yo la que tiene la mano levantada para preguntarles a mis estudiantes universitarias por qué siguen calladas. Porque estoy delante en la pizarra esperando que alguna de vosotras levante la mano y hable, pregunte o diga, en homenaje a todas las mujeres que no pudieron ocupar un pupitre universitario y para que no suene la voz femenina en nuestras clases solo por boca de la enamorada de las jarchas o de Jimena, esposa del Cid.
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