Un héroe a la vista
En una época donde nos extasiamos ante lo que engañosamente nos muestran las pantallas, no está de más fijarse en las vitrinas para saber cuáles fueron los héroes de nuestros antepasados
Apriesa cantan los gallos e quieren quebrar albores”. Un verso del Cantar de Mio Cid puede servirnos de marco. En esa hora de la mañana temprano, empezarán a entrar los primeros visitantes en la exposición Dos españoles en la historia: el Cid y Ramón Menéndez Pidal, que se inauguró esta semana en la Biblioteca Nacional de España. Puedo reconocer su movimiento: los visitantes leerán con cierta distancia los paneles más grandes, se acercarán para fijarse en las cartelas impresas con letras pequeñas, y luego, detendrán su deambular más o menos distraído para pararse ante una vitrina. Ahí está, a la vista, el códice de Vivar que transmite el Cantar de Mio Cid.Después, un rato, una parada larga ante el cristal: acercar la mirada al interior, hacer un comentario al acompañante, apuntar con un dedo huidizo al manuscrito, avanzar un poco hacia el siguiente panel, detenerse de nuevo, volver a señalar, avanzar.
Lo que resguarda la vitrina —hermética, equipadísima, monitorizada— es un libro del siglo XIV que contiene el texto tenido por fundacional de la literatura en castellano. Son las páginas que relatan en más de 3.700 versos la peripecia de un caballero, Rodrigo Díaz de Vivar, el Mio Cid de las historias, que sufre la ira de su rey Alfonso VI, que por eso ha de salir con su mesnada (polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga) desterrado de Castilla y emprende nuevas campañas militares (singularmente, la conquista de Valencia) que logran que consiga recobrar la honra, el perdón real y la vuelta a la corte. Si ese es el argumento básico de la gesta del protagonista, fuera de la vitrina, en el imaginario hispánico, en la cultura española y hasta en el discurso político del último siglo, está todo lo que la figura del Cid ha ayudado a construir. El Cid ha sido valorado como mito fundacional de la nación y, al contrario, ha sido descrito como un mero mercenario al puro servicio de sí mismo; ha sido visto como un símbolo de la reconquista y, al tiempo, como una muestra de avenencia convenida con el mundo árabe. A un país al que le cuesta trabajo entenderse a sí mismo no se le puede pedir consenso en torno a un personaje cuya existencia real se dio en las postrimerías del siglo XI.
Por eso, ese visitante que hasta mediados de junio va a disfrutar del privilegio de contemplar el códice único del Cantar puede ser cualquiera de nosotros, porque todo lector hispánico de cultura media se ha acercado al Cid, con ediciones escolares adaptadas, con lecturas fragmentarias o a través de nuestra ficción audiovisual, desde los dibujos animados que a algunos nos acompañaron en la infancia hasta la película de Sofía Loren y Charlton Heston. El nomenclátor de nuestras ciudades y nuestro paisaje urbano contiene referencias al Cid, e incluso modernamente hemos podido oírlo recitado o adaptado a la vida del siglo XXI.
El Cid ha sido valorado como mito fundacional de la nación y ha sido descrito como un mero mercenario
Pero hay que recordar que el tesoro que se guarda dentro de la vitrina es posiblemente aún más interesante que todo lo que en torno al Cid hemos construido fuera de ella, eso que tanto nos pesa al interpretar un texto tan antiguo. Lo que se expone ahora no es el original sino un pergamino del siglo XIV donde alguien transcribió un manuscrito de 1207, hoy perdido, copiado por un tal Per Abat.
Esta obra contiene en sí una narración que hoy nos sigue sorprendiendo, ya que no se ajusta a lo que típicamente entendemos por una epopeya cuyo protagonista es un fiero caballero invicto. El Mio Cid de nuestras ficciones es en el poema medieval, en cambio, un héroe que añora a su mujer y a sus hijas, y que, cuando sabe que estas han sido ultrajadas y vejadas por sus infames maridos, increpa a sus dos yernos con una frase que resume el drama y el dolor de un padre: “¿A que me descubriestes las telas del coraçón?”. El Cid es un caballero audaz y fuerte pero también templado, ocupado de su mesnada, que no vive del aire, necesita dinero y lo pide a unos judíos para poder tirar hacia adelante con sus caballeros; es un desterrado —un expatriado, en nuestro léxico actual— a quien le niega socorro un personaje tan insólito como una cría —la emocionante niña de nuef años—, un héroe que llora en unos versos —“de los sos ojos tan fuertemientre lorando”— que el azar nos ha convertido en la primera página del pergamino, alguien cuya historia no tiene fantasías ni magias y sí algunas trazas de humor. Y esa humanidad del personaje no rebaja el heroísmo de una acción que es prolija en explicarnos y situarnos en la frontera este de Castilla, en un espacio en el mapa que fue tenido, en la mente de quienes disfrutaron oralmente del Cantar, como un espacio inestable y peligroso. En esa geografía, los versos cidianos no jerarquizan: se narra en pocos versos la conquista de una plaza fuerte como Valencia y en largas tiradas métricas se nos explica cómo fue la toma de Castejón de Henares, enclave notablemente menos relevante, pero seguramente cercano a los lugares de composición y disfrute oral del Cantar.
A un país al que le cuesta trabajo entenderse a sí mismo no se le puede pedir consenso en torno a este personaje
La historia de la literatura nos enseña que el Cid que durante siglos se conoció en España no era este del códice que se expone —“descubierto” muy tardíamente, en el siglo XVIII— sino el que propagaban crónicas históricas, obras de teatro —Guillén de Castro, Corneille— y romances —“las nuevas de Mio Cid, sabed, sonando van”—. Ese adalid triunfante, valeroso, es el de la tradición y el de los libros de historia. El otro, el del Cantar que esa vitrina resguarda, es mucho más complejo, más humano y menos épico. Quien al salir de esa exposición vuelva a leer su ejemplar del Cantar de Mio Cid se encontrará, sí, con el Cid pero verá que ese Cid no es otro que un hombre llamado Ruy Díaz de Vivar, ese que, apodado Cid, encarna todos nuestros tópicos de la Edad Media. Desmontarlos, en una deliciosa labor de lectura y glosa, es la tarea de cualquier estudioso de la lengua y la literatura.
El primero de ellos fue don Ramón Menéndez Pidal, el otro gran personaje al que se dedica la exposición de la Biblioteca Nacional. Pidal estudió el texto del Cid en una monumental edición (1908-1912) que hoy seguimos mirando en las aulas universitarias como modelo de estudio lingüístico; con ella se coronó la historia de la propia familia Pidal como poseedora reciente del manuscrito que ahora se expone.
Es humano admirar y es necesario preservar lo que se admira. Pero en una época donde nos derretimos y extasiamos ante lo que engañosamente nos muestran las pantallas, no está de más fijarse en las vitrinas para saber cuáles fueron los héroes de nuestros antepasados. Algunos de ellos, como este Cid del Cantar, estaban hechos de nuestra misma materia. Y a su manera, dentro de su vitrina, nos siguen fablando hoy, bien e tan mesurados. Otra cosa es que queramos escucharlos.
Lola Pons Rodríguez es profesora de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla.
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