Hagan política
El triunfalismo del Gobierno y el catastrofismo de la oposición corren el riesgo de darse de bruces con la desafección ciudadana
La presumible aprobación de la ley de amnistía en el pleno del Congreso del próximo jueves debería contribuir a marcar un tiempo nuevo en la política española, tanto por lo que respecta al Gobierno como a la oposición. A nadie se le escapa que el largo ciclo electoral que desembocará en las elecciones catalanas —sin fecha aún— después de pasar por las vascas de abril y las europeas de junio no hace albergar demasiadas esperanzas sobre la vuelta del sosiego al debate público, pero el riesgo de desafección ciudadana parece tener más fundamento que el triunfalismo de unos y el catastrofismo de los otros.
Con la amnistía en manos de quienes deberán aplicarla —los jueces—, el Gobierno de coalición tendrá por delante una legislatura cuyo primer objetivo claro es la aprobación de los Presupuestos, una tarea que depende ahora de una voluble miríada de socios parlamentarios que tienen sus propias agendas electorales y que, obviamente, marcarán la negociación: a la larga disputa entre ERC y Junts, y entre Sumar y Podemos, podría añadirse la de PNV y Bildu, que se disputan la hegemonía en Euskadi. Negociar es parte intrínseca de la política; hacerlo pensando en los intereses generales es responsabilidad del Ejecutivo.
El partido mayoritario del Gobierno, el PSOE, tiene además que seguir resolviendo con toda transparencia y celeridad el caso Koldo, que ya ha tenido su extravagante traducción en el pase al Grupo Mixto de un exministro y exsecretario de Organización del Partido Socialista, José Luis Ábalos. La rendición de cuentas es un deber básico hacia la ciudadanía y no puede sustituirse con el recordatorio a la oposición de los casos de corrupción que le afectaron de forma estructural en el pasado, por graves que fueran.
El Partido Popular gobierna en la mayoría de las comunidades autónomas y es, por tanto, corresponsable de las políticas que afectan a los ciudadanos, además de constituir un formidable contrapeso al Gobierno central, también desde la mayoría absoluta de la que goza en el Senado. Se trata de un enorme poder con el que, sin renunciar a su legítima labor opositora, asume la responsabilidad de comportarse dentro y fuera de España como un partido de Estado y no como una formación desesperada por no haber conseguido La Moncloa para completar el puzle.
La estrategia desleal de presentar al Gobierno español como homologable al de países en los que el Estado de derecho tiene un fallo sistémico (Hungría) y la negativa a cumplir el mandato constitucional de renovar el Consejo General del Poder Judicial —caducado desde hace cinco años— para poder seguir controlándolo ponen al PP ante el espejo de las críticas que hace a Pedro Sánchez. Las intervenciones de los líderes conservadores españoles en la reunión del Partido Popular Europeo celebrada esta semana en Bucarest no hicieron más que dejar en evidencia una estrategia que consiste en intentar llevar la disputa doméstica al ámbito comunitario. Aunque para ello se deba recurrir a hipérboles sobre la salud de una democracia consolidada que —más allá de quien ocupe el Gobierno— acostumbra a pasar con nota los exámenes de los observatorios globales.
Han pasado ocho meses desde las elecciones generales. La ciudadanía eligió en julio un Parlamento que obliga a contrastar programas y a buscar acuerdos. El interés general no puede supeditarse al interés partidista. Es la hora de hacer política.
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