Un selfi en el incendio
Me pregunto de qué sirve la mayor parte de este tipo de fotos, a no ser que sea para presumir en el grupo de la familia o de los amigos, y cuántas veces se miran esas imágenes que, por lo común, caen perdidas en la galería del teléfono móvil
A los pocos días de que muriera la reina Isabel II, la radio me mandó a Londres para cubrir un funeral de Estado que, en realidad, se vivió como una cumbre internacional, llena de líderes y de policías. Había miles de personas en las calles y, en el camino entre Westminster y el palacio de Buckingham, las autoridades dispusieron unas vallas tupidas y altas para que la gente que se había quedado fuera del perímetro —que era la mayoría— no pudiera entrar ni mirar. Fue raro, pero fue así. Fue por seguridad, dijeron. A los del exterior solo les quedaba la opción de reunirse en torno a las pantallas al aire libre o buscar algún agujero entre las vallas por el que apenas cabía un ojo con el que poder mirar o el objetivo del móvil con el que poder grabar. Casi nadie optó por el ojo: la gente probaba con el teléfono y sacaba foto de lo que fuera, aunque no supieran qué era.
Lo mismo pasaba al final de la comitiva, cuando ya no había vallas y se veían coches a lo lejos: los vecinos y los turistas hacían sus fotos y sus vídeos a discreción y, los más mañosos, se subían a los bancos o a las rejas de las ventanas para salir ellos también, lo que provocó una oleada de selfies que acredita que aquellas personas estuvieron en Londres en aquella mañana histórica, pero no acredita que vieran nada, si al fondo de sus imágenes no se distinguía si los puntitos lejanos eran coches fúnebres o camiones de reparto. A las puertas del palacio, las gentes que hicieron largas horas de cola para lograr una posición privilegiada lanzaban ráfagas de fotos con sus móviles ante cualquier movimiento y, ya luego, miraban la escena con sus ojos, a los que daban una importancia menor que a sus teléfonos.
Pienso a veces en la utilidad de aquellos selfis y de aquellas fotos y en cuántas veces los habrán visto las personas que, con tal de conseguir la mejor perspectiva, lanzaron sus codos contra los codos de otros en medio del tumulto. Me pregunto de qué sirve la mayor parte de los selfis, a no ser que sea para presumir en el grupo de la familia o de los amigos, y cuántas veces se miran esas fotos que, por lo común, caen perdidas en la galería del móvil. Hemos llegado al punto en que es el propio teléfono el que, un día inesperado, saca una foto del olvido y te dice que tienes un recuerdo, en una expresión que define nuestra época: cuando el móvil decide los recuerdos que tenemos.
Hace unos días, un edificio de Valencia ardió en un fuego atroz que mató a 10 personas y engulló en media hora un bloque de 14 plantas y otro de 10, lo que dejó a decenas de familias sin casa y sin recuerdos. Sin recuerdos tangibles: de los que se palpan y definen un hogar y una identidad. Poco después, con la ciudad aún conmocionada por el espanto y en mitad de una ola abrumadora de solidaridad, hubo unos pocos que se acercaron al lugar para hacerle fotos al edificio y hacerse fotos en él. Se sacaron unos selfis del dolor de los demás y es probable que los mandasen a otras personas con afán de presumir, que los hay capaces de presumir hasta del infierno siempre que no sea el suyo. Caigo entonces en que esos selfis que por lo general no sirven, igual resulta que sí sirven y retratan algo que va más allá de la falta de empatía de quienes los hacen: su falta de respeto.
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