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Columna
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Contradicción

La Administración es ese espeso magma en el que estamos obligados a nadar, pero también, en la tragedia, es esa especie de placenta a la que exigimos que nos proteja

Incendio València Campanar
Estado del edificio incendiado en el barrio de Campanar, en Valencia.Mònica Torres
David Trueba

Hace pocos días los agricultores reclamaban, entre otras cosas, que se les redujera la burocracia para recibir ayudas. A todos nos abruma la cantidad de papeleo y tiempo que hemos de dedicar a asuntos que tienen que ver con las administraciones. Nada es más paralizante y anticlimático que el rosario de permisos y reglamentos que han de cumplirse para emprender una reforma, una obra nueva, una obtención de licencia. Y, sin embargo, cuando nos abruma una noticia como el incendio de un edificio de viviendas en Valencia, antes de incluso de determinar el número exacto de víctimas, ya corremos a exigir responsabilidades. Especialmente las que apuntan a permisos, licencias, materiales de construcción, vigencia de las revisiones. A la búsqueda inmediata de alguien a quien culpar de lo que en el mejor de los casos es fruto de un azar infortunado. Sucedió igual en el incendio de las discotecas de Murcia y sucederá en el futuro porque es algo que nos pasa sin remedio. Queremos ser libres, carajo, pero cuando algo pasa, queremos sentirnos protegidos. La Administración es ese espeso magma en el que estamos obligados a nadar, pero también, en la tragedia, es esa especie de placenta a la que exigimos que nos proteja. Deberíamos llegar a un acuerdo con nosotros mismos y escuchar menos monsergas seductoras que apuntan a que el Estado es el problema y jamás la solución.

Todos recordamos que en el momento más angustioso de la pandemia de la covid, cuando muchos ancianos murieron abandonados en la soledad absoluta, sin recibir cuidados ni ser derivados a los hospitales desbordados, aún encontrábamos tiempo para sospechar que algunos, los más amorales, los más cínicos, estarían seguro logrando forrarse a costa de la emergencia. La falta de materiales de protección sanitaria derivó en una carrera de adquisiciones apresuradas que esquivaron, espero que solo por un tiempo, la rigurosa intervención de los supervisores. Sabemos que comisionistas y trepas utilizan esos momentos de angustia para hacer su agosto. Y me temo que la mayoría de nosotros sospechábamos ya entonces que a la sombra del poder político algunos familiares, amigotes, colaboradores y espontáneos se lucrarían sin reparo mientras otros lloraban los muertos en soledad. Un nuevo caso ha saltado a la luz gracias a las investigaciones judiciales y ahora afrenta al Gobierno nacional, que tendrá que dar la medida de su transparencia y colaboración, en una ocasión única para evitar parecerse a otros escándalos anteriores que se han saldado sin la reparación exigible.

No sabemos aún si el edificio de Valencia, que ardió con una celeridad desacostumbrada en un día de viento intenso, se sumará a la nómina de los delitos urbanísticos más o menos graves que ocupan las portadas de tanto en tanto desde los tiempos del desarrollismo franquista. Un movimiento especulativo que caló hondo en nuestra forma de hacer negocios y del que me temo no vamos a desligarnos nunca. Lo que sí podemos intuir es que si ahora, por justicia a las víctimas, nos interesa tanto conocer las licencias y permisos, la regulación y supervisión, y los detalles del proyecto y su mantenimiento, quiere decir que en cierta manera nos tranquiliza entender a las administraciones no tanto como el enemigo que siempre pintamos, sino como un mal necesario. Un control indispensable para frenar el instinto depredador de quienes usan la libertad de mercado para saciar su avaricia desmedida. Lo que arde cada día es nuestra contradicción.

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