La trampa de la inmigración
Las elecciones europeas de este año vienen marcadas por un contexto de creciente ansiedad, donde los miedos más que los proyectos van a determinar los votos
Cuanto más cercanas son las elecciones, más centralidad adquiere el tema de la inmigración. La correlación es directa. La explicación no está en la realidad de los hechos, sino en la lógica electoral: mientras sirva para movilizar votos, hablar de inmigración será rentable. En 2024, el 51% de la población mundial está llamada a las urnas. En clave de debate migratorio, son de especial importancia las elecciones al Parlamento Europeo, también en 12 Estados miembros, en Estados Unidos y México y, aunque de momento previstas para enero de 2025, en el Reino Unido.
Si bien la correlación entre elecciones e inmigración viene de lejos, el contexto actual ha cambiado. A diferencia de comicios anteriores, esta vez el número de llegadas sí ha aumentado en muchos de estos países, en parte por el deterioro de las condiciones en origen, pero sobre todo por el hambre insaciable de trabajadores inmigrantes por parte de los mercados laborales en destino. En 2023 se detectaron más de 2,4 millones de intentos de cruce irregular en la frontera entre México y Estados Unidos, lo que representa un máximo histórico. En ese mismo año, el número de solicitudes de asilo en la Unión Europea superó el millón, acercándonos de nuevo a las cifras de 2015 y 2016.
Además de las llegadas, las elecciones de este año también vienen marcadas por un contexto de creciente ansiedad, donde los miedos —más que los proyectos— van a determinar los votos. La gran cuestión para muchos partidos es cómo explotar electoralmente estos miedos, relacionados con el cambio climático, la crisis económica, la posibilidad de otra pandemia, la sombra de una nueva crisis migratoria o, en Europa, la proximidad de la guerra. En un estudio reciente, Ivan Krastev y Mark Leonard concluyen que, de cara a las elecciones europeas de junio de 2024, las crisis climática y migratoria dominarán los titulares y, en consecuencia, ambos temas serán especialmente influyentes en la orientación del voto.
Si las elecciones van de miedos, la extrema derecha tiene todas las de ganar. Un informe del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR, en sus siglas en inglés) señala que los dos grupos parlamentarios de extrema derecha podrían acabar representando la segunda fuerza en la nueva Eurocámara. No hay campo que la extrema derecha controle mejor que el de las emociones. Primero, porque sabe capitalizar sobre malestares existentes. Los identifica y los nombra. Segundo, porque ante cuestiones complejas como la inmigración, da soluciones simples. Ellos sí saben cómo resolverlo, así se presentan. Finalmente, porque la cuestión no es si sabrán hacerlo o no. Lo que importa es la retórica. En el ámbito de la inmigración, se trata de escenificar el control de la frontera, no necesariamente ejercerlo.
Más allá de resultados electorales, el debate y la política migratoria hace tiempo que han cambiado. El demógrafo Andreu Domingo habla de un proceso generalizado de “lepenización”, es decir, de deriva hacia argumentos y estrategias propias de la extrema derecha. A grandes rasgos, podríamos identificar tres tendencias. La primera es tomar lo pequeño por lo grande. En un país cruzado por múltiples crisis pos-Brexit, el primer ministro británico, Rishi Sunak, ha convertido poco más de 45.000 llegadas irregulares anuales por mar en uno de sus mayores desafíos. En contraste, se ha hablado relativamente poco del aumento del saldo migratorio, que ha pasado de aproximadamente 330.000 anuales antes de la pandemia a alrededor de 750.000 en los últimos años. Tampoco se han debatido en profundidad los efectos de la sustitución de los inmigrantes europeos por los no europeos, que tras el Brexit han pasado a representar nueve de cada diez.
Otra de las tendencias de este proceso de lepenización es decir lo que no es o difícilmente va a poder ser. Por un lado, tenemos gobiernos liberales que se presentan como defensores de la legalidad y el cumplimiento de los derechos humanos en frontera, pero que despliegan políticas tan o más securitarias que sus adversarios. Recordemos, por ejemplo, que Obama deportó más extranjeros que cualquier otro presidente anterior. Hace unas semanas, The Economist señalaba que Biden había empezado a adoptar discretamente algunas de las medidas fronterizas de Trump, avisando que la capacidad de maniobra del presidente para “hacer a la vez una cosa y su contraria” se acababa.
Por otro lado, tenemos gobiernos que prometen mano dura contra la inmigración, pero cuyas políticas son sobre todo espejismos, pura política simbólica. Por ejemplo, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, insiste en que todo aquel que llegue irregularmente a Italia será inmediatamente retornado, sin tener en cuenta que el retorno no es posible sin la colaboración (siempre difícil) de los países de origen y tránsito. Vemos también una tendencia a hacer propuestas más allá de los límites impuestos por la ley. El Gobierno británico presentó su acuerdo para deportar solicitantes de asilo a Ruanda a sabiendas de que iba a ser tumbado por los tribunales. Qué más daba si se podía aplicar o sería efectivo, lo importante era hablar de ello.
La tercera tendencia es limitar severamente los derechos de los que ya han llegado. Dinamarca fue pionera en este sentido: desde la conocida como Ley de Joyería (2016), que facultaba a las autoridades del país a confiscar a los inmigrantes objetos de valor para contribuir a sus gastos de recepción, a las medidas para incrementar las penas en aquellos barrios con un nivel más alto de delincuencia e inmigración (2018). Más recientemente, la nueva Ley de Inmigración en Francia pretendía limitar el acceso a las ayudas sociales y endurecer las condiciones para el reagrupamiento familiar. Ambas medidas fueron anuladas poco después por el Constitucional francés. En Alemania las cosas también están cambiando: el pasado mes de enero el Bundestag aprobó una ley para facilitar las deportaciones “a gran escala”, en palabras del canciller Scholz. A nadie se le escapa que tal promesa, difícil de cumplir en un Estado de derecho, busca contrarrestar desesperadamente el auge de la extrema derecha.
En todos estos casos —con gobiernos de derechas, de centro, liberales y socialdemócratas— priman las palabras sobre la realidad, igual que en unas elecciones mandan los deseos sobre la verdad. Esta es la verdadera trampa de la inmigración. Cuando no se aborda la realidad, el peligro es el descrédito y la desconfianza en las instituciones. Cuando se propone lo impensable, el riesgo es generar una profunda división, no solo con otras fuerzas políticas, sino también en las propias filas. La soledad de Sunak y Macron tras sus últimas propuestas en inmigración es la mejor ilustración. Cuando las medidas exceden los límites de lo legalmente posible, y por lo tanto quedan varadas en los tribunales, la consecuencia es el cuestionamiento del poder judicial (y el Estado de derecho) por parte de un Estado democrático que —enloquecido por su miedo a la inmigración— se quiere cada vez más iliberal.
Este temor, y no la inmigración en sí, es lo que podría llevar a Europa a dejar de ser lo que pensaba que era. Esta, y no otra, es la verdadera crisis de la inmigración. La alternativa pasa por dejar este tema fuera de la carrera electoral. El trabajo hay que hacerlo antes, con un debate político contextualizado y abordando sin demora todos los desafíos asociados: desde un mercado laboral y una demografía dependientes de nuevas llegadas, una crisis de la vivienda de efectos devastadores, un Estado del bienestar en retroceso y una desigualdad social galopante que no solo genera exclusión, sino que es también la semilla del conflicto.
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