Las investigadoras de letras somos científicas
Las mujeres que nos hemos dedicado a la historia, las filologías, la traducción o la sociología seguimos quedando generalmente silenciadas en las fiestas de la ciencia
La fase inicial de cualquier proceso creativo está llena de silencios documentales. No conocemos el boceto de Las meninas, no tenemos el manuscrito autógrafo del Quijote. Lo mismo ocurre con las palabras: estas nacen anónimamente, se difunden en un entorno social y luego pasan a ser escritas. Su registro es, en general, secundario a sus primeros usos.
Si quisiéramos trazar la historia de cuándo se empezó a conjugar el verbo invisibilizar, deberíamos acudir a alguna base de datos para documentar qué texto nos ofrece el primer registro escrito. Localizado, no podríamos decir que su autor fue el primero en “usar” tal palabra sino que su texto es el primero donde se halla un empleo por escrito. Incluso utilizando solo medios escritos, identificar de forma inequívoca una primera vez lingüística es complejo y ofrece dudas: mañana puede digitalizarse un nuevo texto antiguo que modifique nuestros datos y haga obsoleta nuestra descripción.
En cambio, resulta más fiable localizar primeras veces en corpus que están limitados. Un periódico concreto, por ejemplo, crece cada día con nuevos artículos, pero su pasado no aumenta, está acotado. Si volcamos todas las palabras que han ido sumándose históricamente y las confrontamos con las que han salido en su último ejemplar, podemos verificar si el periódico de hoy incluye una palabra nueva. Es lo que, hasta hace unas semanas, hacía Max Bittker en Twitter en la cuenta @NYT_first_said, diseñada para que un bot avisara automáticamente y a diario de la palabra que por primera vez aparecía en The New York Times: la del 18 de julio de 2023 fue “ahhhehehehe”. Hace meses que la cuenta @ElPaisFirstSaid, gestionada por Héctor Meleiro y ajena a EL PAÍS, hace lo propio con este periódico: en esta última semana han aparecido como palabras primerizas, entre otras, “transparentoso” o “supertalla», pero también las manifiestas erratas “botelllas” o “oersonas”, que el bot, en su irreflexiva ejecución, entendió como palabras legítimas.
He querido comprobar primeras veces yo misma, sin bot ni automatismo alguno, con un par de palabras: científica e investigadora. Ambas derivan de voces latinas y, en su empleo como adjetivo (pesquisa científica, comisión investigadora) tienen viejos ejemplos en nuestra lengua; también es antiguo su uso como sustantivo masculino (”los científicos”, “los investigadores”) que podían incluir en sí, como genéricos que pueden ser, a mujeres que integraban equipos o grupos de investigación. La prensa española, sobre todo desde la segunda década del XX, habla alguna vez de científicas e investigadoras, pero los ejemplos no son muchos. De hecho, los primeros ejemplos en el país de las palabras cientifica(s) e investigadora(s) aplicados a mujeres son tardíos, datan de primeros de los ochenta.
En un periódico fundado en 1976, en diálogo constante con la Universidad y con cierta sensibilidad hacia el progreso en el conocimiento, ¿nadie mencionó a las mujeres científicas en su primer lustro de vida? ¿Es que no había investigadoras antes? Sí, y alguna vez eran mencionadas por su especialidad concreta, pero en general apenas eran nombradas, quedaban invisibilizadas en sus equipos o eran tan pocas que no salían en la prensa.
A quienes se lleven las manos a la cabeza ante esta tardanza mediática en usar las palabras científica o investigadora les solicito un poco de paciencia y que sigan leyendo. Mañana se celebran los encomiables actos del Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, como cada 11 de febrero. Pido que observen qué científicas son visibilizadas en estos actos. Ante un loable catálogo de mujeres que se dedican a la ingeniería, la investigación biosanitaria o la química no aparecerán, o lo harán apenas a modo de correcta cuota, las mujeres que se han dedicado a la investigación en historia, filologías, traducción o sociología. Muchas de estas disciplinas humanísticas o sociales fueron los pórticos por los que las mujeres españolas llegaron a las cátedras universitarias y a la investigación, pero poco importa: las mujeres de letras seguimos quedando generalmente silenciadas en las fiestas de la ciencia. Hay actividades sobre las mujeres investigadoras que se hacen de espaldas a nosotras. No solo apenas somos nombradas sino que vemos que las campañas para que las estudiantes de Bachillerato cursen carreras STEM valoran legítimamente los grados en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, pero a veces se deslizan al desprestigio de las carreras no STEM, entre ellas las de letras.
Debo declarar, porque no quiero pecar de adanismo, que no soy la primera que reclama esta inclusión y que no es la primera vez que lo reivindico en EL PAÍS. Pero, por si alguien dentro de unos años busca cuándo fue la primera vez que en este periódico se escribió “Las investigadoras de letras somos científicas”, quiero que esta frase quede escrita aquí, ahora, en el mes de febrero de 2024. Y, por si quien me está leyendo dentro de muchos onces de febrero es esa lingüista del futuro que reconstruye la historia de las mujeres en la ciencia, aprovecho y le pregunto: “Hola, ¿han cambiado las cosas?”.
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