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TRIBUNA
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El colonialismo y la leyenda rosa española

Está resurgiendo un relato histórico edulcorado que pretende dejar fuera del conocimiento público cualquier asunto incómodo y defiende una visión esencialista en la que solo tienen cabida los fastos

Un conocido grabado de Theodore de Bry (1528-1598) sobre la leyenda negra española y la conquista de América.
Un conocido grabado de Theodore de Bry (1528-1598) sobre la leyenda negra española y la conquista de América.

Hace ya casi 25 años, el historiador indio Dipesh Chakrabarty denunció en su obra Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference que Europa, fuésemos conscientes o no de ello, seguía siendo la medida de todas las cosas y el sujeto desde el que se construyeron todas nuestras historias. La modernidad, el progreso, el desarrollo económico… Todo en el mundo se había medido desde los parámetros occidentales, y esa circunstancia dejaba en un segundo plano a un sinfín de pueblos a los que solo podía llegarles la redención a partir de los valores y las ideas que habían nacido en la cuna europea. Chakrabarty nos mostró entonces un camino para ser más humildes e insistió en la necesidad de provincializar Europa, precisamente porque aquellas ideas europeas que se consideraban universales y esenciales eran en realidad deudoras de un conocimiento particular e hijas del concreto espacio en el que se habían forjado. La propia Europa y su imaginario sobre el mundo, pero también las palabras que servían para definirlo y controlarlo, estaban en consecuencia estrechamente relacionadas, en su concepción, con una experiencia colonial sobre la que se asentaban genealogías de conocimiento irremediablemente eurocéntricas.

Lo que Chakrabarty y otros historiadores atentos a la teoría poscolonial nos enseñaron a los europeos fue que no existe una narrativa maestra y universal para entender el pasado. Frente a la brocha gorda del pensamiento unívoco, hemos comprendido así que existen muchos matices que reflejan la pluralidad: comportamientos contrahegemónicos, modos relacionales de grupos humanos que se ubicaron en los márgenes de los espacios historiográficos tradicionales y también dinámicas vernáculas que difícilmente pueden ser percibidas mediante lecturas teleológicas sin que por ello dejen de ser modernas. La apuesta por la superación de un marco colonial en la gestión de los museos españoles, la reciente propuesta del Ministerio de Cultura, merece hoy ser entendida en ese contexto y puede ser vista como el primer paso de una agenda que promueva en nuestro país un conocimiento no circunscrito a una visión esencialista de los procesos históricos.

Aunque pueda resultar una obviedad, esa agenda tendrá que combatir viejos tics: una cierta convicción de superioridad de las culturas occidentales frente a aquellos pueblos que fueron en el pasado dominados fuera de Europa y, también, un amable particularismo español en su relación histórica con América. En ese vínculo transatlántico lamentablemente es aún frecuente encontrar un relato demasiado simplista que halaga las virtudes de un nexo entre dos mundos en el que, a través de ese entramado político que fue la Monarquía hispánica, se romantiza una supuesta bonhomía española conducente a la salvación de los otros. Ese entendimiento del pasado sigue en la actualidad cancelando la agencia de los diferentes y los supedita, de una forma burda, a una voluntad única, de modo que nuestra visión de los procesos históricos corre el riego de estrecharse cada vez más.

Sería casi una paradoja volver en la actualidad a una lectura del pasado a partir del prisma del Estado nación cuando los historiadores creíamos que ese marco ya había sido desmontado. Pero tengo la sensación de que, por momentos, estamos perdiendo esa partida. En España, de tanto combatir la famosa leyenda negra asociada a la Monarquía hispánica, estamos asistiendo en los últimos tiempos a un resurgimiento de una leyenda rosa que puede poner en peligro el reconocimiento de los múltiples pasados que los historiadores hemos sido capaces de reconstruir. Esta leyenda, dulcificante y cordial, quiere dejar fuera del análisis y del conocimiento de la opinión pública temas incómodos que pueden relacionarse con la intransigencia doctrinal, la pureza de sangre, la expulsión de minorías de un determinado territorio o la esclavitud como base de un sistema económico por el mero hecho de que podrían perjudicar a la reputación de un país. Marginándolos, la leyenda rosa aboga por una visión esencialista e inamovible de nuestra historia en la que solo tienen cabida las conmemoraciones y los fastos: las grandes gestas, los grandes viajes exploratorios, las magníficas construcciones arquitectónicas o las más bellas obras de la literatura, pero no todo lo demás. De este modo, plantea que en nuestra visión del pasado solo aparezca una parte, aquella por la que supuestamente habríamos de sentirnos orgullosos. En cambio, cuando surgen asuntos espinosos, los defensores de la leyenda rosa son muy rápidos a la hora de tachar de anacrónica cualquier acusación contra el pasado imperial.

Son estas actitudes las que demuestran la pervivencia en España de una metanarrativa colonial que emana todavía de unas formas de conocimiento próximas al eurocentrismo. La labor de desenmascararlas no es una tarea sencilla en esta sociedad de la inmediatez en la que a menudo falta la reflexión, pero es absolutamente necesaria si no queremos que el odio y la exclusión, bajo una idea de pertenencia reductora y absoluta, sigan creciendo entre nosotros. Descolonizar lo que sabemos del pasado sigue siendo la mejor forma de enfrentarnos a él de una forma honesta.


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