Las relaciones entre España y América Latina
El reciente viaje del rey Juan Carlos a América (Ecuador); la consideración del tema latinoamericano en las Cortes (que iniciara hace algunas semanas en el Senado Marcelino Oreja); la próxima decisión de las mismas Cortes sobre el tema de los extranjeros en España, hace presumir una nueva etapa en la que volverá a replantearse el tema tan antiguo como novísimo de las relaciones entre España y América Latina.No está en discusión lo de la conveniencia para españoles y latinoamericanos de tales relaciones, y desde López de Gómara hasta el actual jefe del Estado no faltan frases tan acertadas como brillantes, que esclarecen los móviles ideales de España sobre América.
Lo que sí falta es una consideración objetiva de las bases en que debieran fundarse esas necesarias y urgentes relaciones, concebidas en todos los niveles imaginables; es decir, económicas, comerciales, sociales, culturales, políticas, ideológicas y hasta, si se quiere, sentimentales y emotivas.
El primer punto a precisar es que -contra la idea común muy extendida-, desde 1492 a la fecha, las relaciones entre España y América Latina no han sido constantes, idílicas y de un potencial creciente, sino que, por el contrario, han tenido importantes alternativas, variaciones considerables que van desde la ruptura hasta una situación relativamente óptima. Para poner un ejemplo, durante todo el siglo XIX, las citadas relaciones, en cuando a su volumen, han sido mínimas y, durante la mayor parte, inexistentes. La única etapa óptima estuvo entre 1878 y 1895, es decir, desde la Paz del Zanjón, en la primera guerra de Cuba, y el reinicio de las hostilidades en las Antillas, diecisiete años más tarde. Hay que reconocer que esa breve etapa fue aprovechada por dirigentes españoles, como Sagasta, Segismundo Moret, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Antonio Cánovas del Castillo, que llevaron adelante, en nombre del Gobierno de Madrid, iniciativas originales, se apoyaron en la opinión pública intelectual peninsular y procuraron buenamente restaurar el prestigio de España en el nuevo mundo. En la segunda mitad del siglo XX, condiciones parecidas solamente se vienen dando desde 1976, pera es difícil afirmar (por el momento) que las iniciativas de los actuales gobernantes españoles estén a la altura de las emprendidas en el siglo XIX. La «política de viajes y discursos»; la incorporación de España al Banco Interamericano de Desarrollo,
a la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas; el cargo compartido con
México en el Fondo Monetario, y su calidad de observadora en cl Pacto Andino, son actos menores y poco imaginativos.
Cinco años, hay que reconocer, no es un lapso muy extenso, pero habría que tomar concienca de que es necesario aprovechar a fondo la oportunidad histórica que vivimos, que podrá o no durar otros diecisiete años, como el siglo XIX. Un segundo punto a tener en cuenta es que el problema, hasta ahora, ha sido abordada de una manera doméstica, escasamente técnica. En todas partes, salvo en España, el «latinoa-
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mericanismo» es una especialidad profesional.
La Universidad de Pittsburg acaba de publicar un volumen, bajo el título de Latin American studies in Europa, donde en 190 páginas se considera la situación de las investigaciones latinoamericanistas en trece países europeos, y del mismo resulta que España figura en este tipo de científicos sociales por debajo de Alemania Oriental yla URSS. Si se deja de lado la historia colonial de los siglos XV al XVIII, entonces pasan delante de España países como Francia e Inglaterra, y hasta Holanda e Italia. Baste señalar que en el país no existe un solo instituto de América Latina universitario e tipo interdisciplinario, donde se realicen estudios sociológicos, históricos, políticos, económicos, literarios, antropológicos, etcétera.
Si falta una infraestructura de investigación, no es extraño que un profesor de historia de instituto pueda serlo sin haber hecho ningún curso sobre América, que las noticias en los medios de comunicación sean tan escasas como erróneas y que los organismos oficiales (comprendido el Ministerio de Asuntos Exteriores) actúen a ciegas.
Un tercer punto a tener en cuenta es que, a la fecha, solamente pueden encararse tales relaciones internacionales sobre la base de un riguroso trato de reciprocidad.
Tomemos el caso de las migraciones. Es notorio que, por efecto del estancamiento económico europeo, la migración de trabajadores españoles para los países de la CEE se ha ido reduciendo y tiende a ser superada por el número de retornos. Esta situación parece irreversible, e incluso el ingreso de España en el MCE, aunque puede autorizar el movimiento de migrantes, siempre será por un volumen menor que en el pasado y a cambio de permitir España que los profesionales universitarios europeos ejerzan en territorio-español.
Se vuelve entonces a América Latina, y desde 1977, asistidos por el Instituto Español de Emigración, unos 3.500 canarios emigran anualmente a Venezuela, mientras que un número mayor (de las provincias peninsulares) lo hacen a otros países, saliendo de España como turistas.
Este movimiento tiende a incrementarse y reanuda una corriente que viene desde 1492 y, a través de la cual, España ha dado millones y millones de sus habitantes a la formación y desarrollo de los países americanos. Corresponde que esos españoles tengan en América la plenitud de derechos civiles, el derecho a la doble nacionalidad y tal protección correspondiente; pero ciertas autoridades del Gobierno español, a la «recíproca», retacean los mismos derechos y garantías a los integrantes de la colectividad latinoamericana en España... Desde 1978, ciertos ministerios, por decreto, han suspendido los derechos acordados a los latinoamericanos, por la ley de 1969. Tratándose de otra colectividad de más de 100.000 personasen todo el aparato estatal español, solamente existe al nivel de la Diputación de Madrid una comisión de estudio y ayuda, constituida el 22 de diciembre de 1979 por iniciativa del diputado Carlos Revilla. La mayoría de los latinoamericanos residen en la provincia de Barcelona, pero la Generalidad de Cataluña no ha considerado aún este problema.
La cuarta base mínima de las relaciones que consideramos es que deben hacerse -como ha dicho el mismo Rey- en los términos de la fraternidad, y esto implica descartar nostálgicas y tópicas actitudes de paternalismo. Aun estando los españoles en la proporción de uno a diez con los latinoamericanos, y siendo España un país menor en población y potencial económico a Brasil o México, debe tener un lugar igual junto a los demás países latinoamericanos.
A largo plazo, España tiene mucho para dar todavía a las Américas, y puede recibir de ellas la fuerza y el dinamismo necesarios para encarar en forma más promisoria su futuro. Es una relación más difícil, por ejemplo en el plano comercial, que la que intenta actualmente con Europa occidental, pero a largo plazo, y dada la comunidad cultural y social (pues no en vano buena parte de los latinoamericanos son españoles de nacimiento o de origen), sería más firme y justificada. No puede olvidarse ni un instante que dentro de solamente veinte años la décima parte de los habitantes del planeta se expresarán en las lenguas ibéricas. Los latinoamericanos serán más que todos los europeos juntos, y habitan en un continente donde ahonda todo lo que falta en Europa.
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