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TRIBUNA
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Un mundo sin reglas

Hablar de los cambios hormonales femeninos parece de mal gusto, pero he decidido tener una menopausia feminista

llustración de la artista costariqueña Jessica Fernández (Jees_Tales en Instagram).
llustración de la artista costariqueña Jessica Fernández (Jees_Tales en Instagram).

No me acuerdo exactamente de cuándo me vino la primera regla. Recuerdo la preocupación de mi abuela cuando le dije que una amiga la había tenido y le pregunté cuándo me tocaría. ¡Dios nos libre!, clamó a los cielos, como si fuera posible impedir mi paso definitivo a la adultez. Lo que yo no sabía es que ese paso vendría acompañado de vergüenza, dolor y miedo. Vergüenza porque me enseñaron a ocultarla y a bajar dos tonos de voz cada vez que hablaba de ella, como si tener la regla fuera de mal gusto. El dolor era físico y mental. Mi padre decía que las hormonas me dejaban de mala leche, pero se equivocaba. Las hormonas me hacían llorar con la publicidad de comida para perros. Lo que me dejaba hecha una furia era el dolor constante que sentía en mis entrañas. Sobre el miedo, creo que es obvio… Tenía miedo de quedarme embarazada. Ya fuera de un ligue, de un violador o del amor de mi vida. Quedarme embarazada tan joven era un gran problema porque sabía, aunque de forma inconsciente, que estaría sola. Porque las consecuencias de tener o no tener un hijo caerían exclusivamente sobre mis hombros. Quizás no recuerdo la primera regla porque todo lo que vino después me pareció mucho más transcendente. De lo que sí me acuerdo es de la última. Me vino en plena celebración de mi 48 cumpleaños y no sabía que era una despedida. Soplé las velas rodeada de amigos, y la regla me dijo adiós, con todas sus consecuencias.

Hablar de la menopausia, como de la menstruación, también parece ser de mal gusto. Las mujeres solemos ocultarlo, y los hombres nos miran distinto cuando son conscientes de que hemos alcanzado este momento de la vida. Muchos incluso dejan de mirarnos. Los síntomas suelen ser terribles. Si haces una búsqueda rápida en Internet, te desesperas: engordas aunque comas lo mismo, pierdes pelo, tus huesos se debilitan, la libido se esfuma, sufres cambios de humor, la piel se reseca, la vagina también, tienes sofocos durante el día y despiertas empapada por la noche... No pude evitar imaginar que me convertía lentamente en Jabba el Hutt. Como mi abuela, y a pesar de no ser creyente, clamé a los cielos: ¡Dios me libre!, como si fuera posible impedir mi paso definitivo a la madurez. Ante la evidencia, no me quedaba otra sino investigar sobre el tema y buscar ayuda para entenderlo. La vergüenza, el dolor y el miedo, que me acompañaron durante muchos años de regla, no serían mis compañeros de viaje en el climaterio. Lo tengo muy claro: mi menopausia será feminista o no será.

Me compré un abanico para lidiar con el proceso de combustión espontánea al que llaman sofocos y empecé a leer todo lo que encontré sobre la menopausia. Para mi absoluta sorpresa (léase esta frase con ironía), no había muchos estudios al respecto. Parece que la ciencia se estaba ocupando de temas más importantes, como mantener una erección a los 90 años. Los ginecólogos que consulté tampoco fueron muy empáticos. Es un momento difícil, una se encuentra cara a cara con uno de los mayores signos del ocaso y salen a flote sus dudas, sus prejuicios, sus inseguridades. Yo, que me sentía en la flor de la vida, de pronto empecé a pensar que era una vieja, con todo el peso y el prejuicio que esta palabra conlleva, especialmente en un mundo donde la juventud es un valor en alza y la vejez un defecto imperdonable. Me sentí juzgada. Era una narcisista, una histérica, una tonta... Pero lo único que sentía era soledad. A lo mejor, no tuve mucha suerte con los profesionales a los que acudí, pero creo que la medicina, y especialmente la pública, debe estar más preparada para acoger las dudas y miedos de las mujeres con abanico.

Por suerte, unas cuantas especialistas han escrito sobre el tema con diferentes abordajes. Hablan de las hormonas, de los compuestos naturales, de la importancia de la actividad física, de seguir teniendo orgasmos, de cambios de hábitos de vida... Y lo mejor, no caen en la trampa de la autoayuda. Busqué otros profesionales, más empáticos, y hablé con muchas mujeres que pasaron experiencias similares. Con tantas y tan diferentes opiniones, terminé creando mi propia receta. Decidí vivir esta etapa como una oportunidad de hacer las cosas de una manera distinta y juré nunca más bajar dos tonos de voz para hablar de nada. Todo ello sin dejar de lado mi derecho a la pataleta. De momento, no me he convertido en Jabba el Hutt. Me veo más como un Indiana Jones que sigue sus aventuras pasados los 80 años. Además, empecé a probar cosas nuevas, cosas que mi cinismo y el terror a convertirme en un cliché no me permitían hacer. Como bailar reguetón, hacerme un tatuaje, bañarme en una poza helada o escribir un artículo sobre mi última regla.


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