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Paz total
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La guerra noble

La paz total es uno de esos productos mentales delirantes de nuestros políticos, que creen que la semántica arregla la realidad

violencia en Colombia
En Bogotá (Colombia), rifles colocados por policías en el funeral de un compañero asesinado en Tibú, en mayo.Getty Images

Inclusive en una remota aldea de Suecia, la gente no escapa a la violencia. En todas las aldeas del mundo la gente común y corriente está sujeta al crimen. ¿Qué respuesta le dan los suecos? Tienen un cuerpo policial que responde y defiende a los aldeanos contra los violentos.

Si no los defiende de manera eficaz y los criminales se imponen frente al cuerpo local de policía, al final se tomarán el pueblo, impondrán su voluntad arbitraria, se ocuparán en negocios ilegales y pronto extenderán sus actividades al siguiente pueblo.

Esa ha sido la trama de muchas películas. Un clásico que recuerdo, Los siete samuráis de Akira Kurosawa (1954), que veíamos en la Cinemateca Distrital, en tiempos de intelectuales universitarios. O su versión del western, Los siete magníficos (1960), con Yul Brynner, Charles Bronson y Steve McQueen. O su reedición reciente del mismo nombre (2016), y sin un actor que valga la pena recordar. O su versión infantil, Kung fu Panda (2008), que nos llegó cuando éramos padres de familia, por lo que la hemos visto mil veces, cosa que no hacíamos con las películas japonesas ni las del oeste.

Esas películas cuentan la misma historia. Una aldea pequeña es asolada por una banda de criminales. Los humildes aldeanos, ante la ausencia de eso que en Suecia resulta tan eficaz, una policía y unas fuerzas del orden, llaman a un grupo de pistoleros, o expertos en artes marciales, para que los defiendan. Ese grupo acude y entrena a los aldeanos en las tácticas básicas del combate. Los criminales finalmente atacan, y son repelidos victoriosamente por los aldeanos y sus defensores. La ley y el orden vuelven a reinar. Al final consiguen que alguien establemente los defienda. En Kung fu Panda, Po y los guerreros legendarios, que son el germen de la policía.

Dirán que estos ejemplos abogan por el paramilitarismo. No es el caso. Abogan porque alguien responda, la Policía, el Ejército, la Armada o la Fuerza Aérea, y defienda a los aldeanos asolados por el crimen y la violencia. Así lo hicieron China, Japón, Estados Unidos y Suecia, de manera incesante e incansable, hasta que la civilización se impuso sobre la barbarie.

En cada caso empezó con un reconocimiento de que había un problema endémico de violencia, que azotaba a un lugar claramente identificado de la geografía. En Suecia, Japón, China y el lejano oeste, los aldeanos tuvieron que idearse su propia forma de protegerse hasta que alguien vino en su ayuda. Sucede en Colombia, donde por décadas hemos dejado a su suerte a cientos de municipios, a ser asolados por maleantes de todos los pelambres. Ellos roban los hijos de familias campesinas, para volverlos milicianos, guerrilleros o paramilitares.

A esa modalidad de esclavitud, tan abyecta y reprobable como la ejercida contra los africanos durante siglos, en Colombia han dado por aplicarle el eufemismo de reclutamiento forzado. ¿Será que alguno de los grupos guerrilleros de las FARC, ELN o los paracos, que abundan en Colombia, llamarían reclutamiento forzado a la esclavitud que trajo en cadenas a estas tierras a habitantes africanos?

Esos grupos de guerrilleros y paracos, además, luego de robar los hijos, regresan a las aldeas a asesinar a los padres, con la justificación desalmada de que le ayudaban al bando contrario. Adicionalmente, los fuerzan o inducen a sembrar coca y luego los vuelven raspachines. En nuestras aldeas el abuso del ser humano ha sobrepasado lo que se vivió en Suecia, China, Japón y el lejano oeste americano.

Hoy la explotación está ligada a la coca. Pero las actuales plantaciones y laboratorios tienen antecedentes casi idénticos hace 100 años en las caucherías del Putumayo, que denunció José Eustasio Rivera en la novela La vorágine.

La constatación elemental parece haber escapado a nuestros líderes políticos, militares y policiales, que por décadas saben dónde está la incidencia de crímenes aberrantes, y día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, los ven ocurrir.

Las únicas palabras que actualmente les parecen adecuadas para tratar el tema son: la paz. Pareciera que con hablar políticamente de la paz, aprobar leyes para la paz, sentarse a hacer negociaciones para la paz, entregar concesiones para la paz, y charlar a diestra y siniestra sobre la paz, bastara.

Mientras tanto, los aldeanos de nuestras provincias siguen sometidos a la más sangrienta y cruel de las guerras. Guerra que solo tímida y esporádicamente se atreven a luchar y con ellos y por ellos. Y que siempre cesa antes de haber derrotado a los criminales y los violentos. O, inclusive peor, que se pervierte y corrompe de manera abyecta e inimaginable en forma de falsos positivos.

La incidencia de la violencia en Colombia coincide con la localización de los cultivos de coca y las rutas de la cocaína. Cuatro departamentos concentran tres cuartas partes de la producción de hoja de coca: Nariño, Cauca, Putumayo y Norte de Santander. Allí debían acudir con urgencia, contundencia y permanencia nuestras Fuerzas Armadas, la Policía y la justicia a hacer cumplir la Constitución para los aldeanos; antes que dedicarnos a cambiar las leyes y la Constitución para favorecer a los criminales.

Winston Churchill, como era su costumbre, lo sintetizó en una fórmula lapidaria: “Uno debe escoger entre la guerra y el deshonor. Si escoge el deshonor, tendrá la guerra”. Los políticos y las Fuerzas Armadas escogieron el deshonor. Eso no evitó que terminaran en la guerra. Y terminaran perdiéndola.

Ahora, la paz total es uno de esos productos mentales delirantes de nuestros políticos, que creen que la semántica arregla la realidad. Estoy persuadido de que el verdadero sustento de la paz radica en estar dispuesto a pelear la guerra y, si se presenta, estar en condiciones de ganarla.

Rehuir la guerra con el argumento de que el único recurso es negociar con maleantes, porque no se los puede o no se los quiere vencer, condena a la violencia, la crueldad, el olvido y la desidia totales.

Se han hecho varias películas sobre nuestra violencia aldeana, todas duras y desmoralizadoras. Nos falta hacer realidad la defensa decidida de nuestros aldeanos. Los suecos decidieron hacerla, al igual que los chinos, los japoneses y los norteamericanos. Hasta el presente nos ha quedado grande esa tarea. Es hora de que hagamos la guerra noble, único sustento duraderos de la paz que gozan esas naciones civilizadas.

Cerremos con José Ortega y Gasset: “Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no habría nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir sólo podemos imaginar una humanidad caótica… El estado de perpetua guerra en que viven los pueblos salvajes se debe precisamente a que ninguno de ellos es capaz de formar un ejército y con él una respetable, prestigiosa organización nacional”.

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