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BRASIL
Columna
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La amenaza de la fragmentación política

La asociación de Lula con sus pragmáticos opositores pone en evidencia una debilidad estructural: el presidente necesita compartir su sistema de poder para no quedar bloqueado en el Congreso

Luiz Inacio Lula da Silva
Lula da Silva, presidente de Brasil, durante su viaje a la India, este lunes.ANUSHREE FADNAVIS (REUTERS)
Carlos Pagni

Una larga tradición analítica afirma que la brasileña es una democracia parlamentaria, enmascarada detrás de un régimen presidencialista. Esa exageración es muy útil para comprender el paso que dio Lula da Silva la semana pasada: con tal de conseguir más apoyo del Congreso, abrió su Gabinete al Partido Progresistas (PP) y a Republicanos, dos fuerzas que estuvieron asociadas a su antecesor y acérrimo rival, Jair Bolsonaro.

La remodelación del equipo provocó algunas turbulencias. Del Ministerio de Deportes debió alejarse la medallista olímpica de voleibol, Ana Moser, para dejar lugar a André Fufuca, líder de PP en la Cámara de Diputados, que en 2022 hizo campaña por la reelección de Bolsonaro. El apartamiento de una mujer fue criticado como una defección en las políticas de género, en especial porque ya se había alejado, en julio, Daniela Carneiro, responsable de Turismo. La polémica se agita con el telón de fondo de un reclamo cada vez más amplio para que el Poder Ejecutivo postule a una mujer negra para ocupar la vacante que produce en el Superior Tribunal Federal la jubilación de la jueza Rosa Weber, como informó EL PAÍS este domingo.

Además de Fufuca, Lula suma a Silvio Costa Filho, de Republicanos, como ministro de Puertos y Aeropuertos. Estas incorporaciones tienen varios significados. El más obvio es que el líder del PT debió recurrir a los partidos del denominado centrão, fuerzas de centroderecha que, a cambio de cargos y recursos, han operado siempre como el fiel de la balanza de la política brasileña. La designación de los dos ministros fue negociada en persona por el presidente con el poderoso Arthur Lira, el presidente de la Cámara de Diputados, quien fue crucial para que Bolsonaro pudiera gobernar a pesar de estar en minoría en el Congreso.

Lira, Fufuca y Costa Filho se acercan a Lula pero, sobre todo, se alejan de Bolsonaro. El expresidente está atravesando un momento delicadísimo. Uno de sus más estrechos colaboradores, el teniente-coronel Mauro Cid, obtuvo la libertad condicional después de confesar que vendió en Estados Unidos, por 68.000 dólares, un reloj Rolex que pertenecía a la Presidencia, y que depositó el dinero en una cuenta de la familia Bolsonaro. Además, el hacker Walter Delgatti reveló que el expresidente lo había convocado para pedirle que espíe las comunicaciones del Tribunal Superior Electoral. En el ambiente político de Brasilia ya se hacen apuestas para determinar cuándo Bolsonaro terminará tras las rejas.

Lula aprovecha el deterioro de su rival. Y saca provecho del buen momento que él mismo está atravesando, con 60% de imagen positiva y una economía que crece alrededor del 3% anual. Aun así, la asociación con sus pragmáticos opositores pone en evidencia una debilidad estructural. Lula necesita compartir su sistema de poder para no quedar bloqueado en el Congreso.

Los cálculos más realistas aventuran que el oficialismo podrá agregar en la Cámara de Diputados, que es donde está más ajustado, 16 nuevos votos. Llegaría así a 292 bancas, de las cuales solo 222 son incondicionales. La Cámara está integrada por 513 diputados. Se necesitan 257 para la mayoría absoluta y 172 para bloquear un proceso de impeachment. Lula está ahora comodísimo. No le alcanza, sin embargo, para encarar reformas constitucionales. Necesitaría 308 diputados.

Es interesante observar el caso brasileño porque allí aparece un problema que atraviesa a toda la región. Sobre todo, en los países donde el presidente es elegido en un sistema de doble vuelta o balotaje. Bajo el imperio de ese método los legisladores se asignan en la primera vuelta. Es cada vez más común que el que termina ejerciendo la Presidencia obtenga pocos votos en ese turno.

Si se recorre la región, se advierte lo extendida que está esa limitación. En Chile, por ejemplo, Gabriel Boric cuenta con 67 diputados sobre un total de 155. Pero, si se mira bien, de su propia coalición hay solo una decena. Para armar esas bancadas que, con esfuerzo, le permiten gobernar, debió abrir su administración a fuerzas con las que había competido, como el Partido Socialista.

En Colombia, Gustavo Petro cuenta con la solidaridad de 102 diputados sobre 188 que integran la Cámara. Están divididos en 11 sub-bloques. Su propia coalición, Pacto Histórico, es la segunda fuerza. Para obtener mayoría debe negociar todo el tiempo con 49 legisladores independientes. En el Senado el oficialismo controla 52 bancas sobre 108.

En Ecuador, por citar otro caso, ya se repartieron los escaños de la Asamblea Nacional, que había sido disuelta el 17 de mayo por Guillermo Lasso. Si en la segunda vuelta presidencial del 15 de octubre se impusiera Luisa González, del Movimiento Revolución Ciudadana, contaría con 48 diputados. En cambio, si ganara Daniel Noboa, de Acción Democrática Nacional, tendría sólo 13. Ni siquiera sería la segunda fuerza. Ese lugar lo ocupa el Movimiento Construye, con 28 legisladores. La Asamblea está integrada por 137 legisladores.

¿Qué pasaría en la Argentina si el próximo 22 de octubre se repitieran los resultados de las primarias del 13 de agosto? Es un ejercicio de ficción, por supuesto. Pero tiene valor indicativo. La Libertad Avanza, el partido del ultraderechista Javier Milei, que fue el más votado en esas primarias, tendría 40 diputados. Juntos por el Cambio, que postula a Patricia Bullrich, controlaría 105 bancas. Y Unión por la Patria, la alianza encabezada por el kirchnerismo, que propone a Sergio Massa, conseguiría 94 bancas. El total de la Cámara es de 257 y el quorum se alcanza con la mitad más uno: 129.

La aritmética de la vida institucional latinoamericana expone una dificultad repetitiva. Presidentes con escasa base electoral, que están en minoría en el Congreso. Y que, para poder gobernar, deben aliarse con aquellos partidos o líderes a los que habían prometido combatir y desplazar. Es difícil alcanzar un éxito contundente de gestión a partir de esa dinámica. La insatisfacción social, que es la que impide la emergencia de liderazgos mayoritarios, tiende a agudizarse, en un círculo vicioso. La pesadilla más frecuente de la década pasada en América Latina era que la democracia quedara asfixiada por la concentración de poder. La hegemonía era el fantasma que había que aventar. En estos años la amenaza es otra: el mal de la fragmentación, que siembra el temor a la ingobernabilidad.

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