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ELECCIONES EN ARGENTINA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los argentinos y la democracia, o Apolo y Dafne

Lo que ocurrió en este primer tramo del proceso electoral remite a una tendencia cada vez más extendida: el desencanto político produce abstención y radicalización electoral

Un votante, en un colegio electoral de Buenos Aires durante las elecciones primarias.
Un votante, en un colegio electoral de Buenos Aires durante las elecciones primarias.Natacha Pisarenko (AP)
Carlos Pagni

En diciembre de 2001 los argentinos protagonizaron un estallido social que envolvió a todas las capas sociales. La consigna de esa protesta fue “que se vayan todos”. La política había ingresado en una impresionante crisis de legitimidad. Ese colapso fue la matriz de dos sujetos colectivos. El kirchnerismo, surgido en el seno del peronismo. Y el macrismo, que se estructuró como partido en el Pro, e impulsó una renovación en el campo no peronista, aliado al viejo radicalismo en la coalición Juntos por el Cambio. Kirchnerismo y macrismo fueron los dos instrumentos que se dio la democracia para ensayar una reconciliación entre la sociedad y la política. Al cabo de veintidós años, esas dos novedades, que cubrieron todo el espacio de representación disponible, emiten señales alarmante de agotamiento. Este es el mensaje de las urnas del domingo.

La primarias que se celebraron para seleccionar a los candidatos que van a competir en las elecciones generales del 22 de octubre presentaron dos fenómenos impactantes. Uno es la abstención. De los 35 millones de ciudadanos habilitados para votar, hubo 11 millones de ausentes. Ese volumen convalida una tendencia que ya se había verificado en las elecciones provinciales que se celebraron hasta ahora. Muchos pueden haber faltado por razones forzosas. Otros por desinterés por las cuestiones públicas. Y otros por demasiado interés: son los que están enojados, los que dejan de votar como forma de protesta. Una actitud más significativa porque el sufragio en la Argentina es obligatorio.

Esta última corriente, la de los indignados, hace juego con el segundo fenómeno del domingo: el triunfo de Javier Milei. Se trata de un economista anarco-liberal, con un ideario político de ultraderecha, que se define a sí mismo como el vengador de la gente ante “la casta”. Es decir, ante el personal de la política. Milei comenzó a crecer como figura desde la pandemia. Se paseó por ciudades y pueblos como una estrella de rock, que en vez de mítines partidarios ofrecía recitales. En un país acostumbrado a correr hacia el dólar para protegerse de la destrucción de la moneda que ocasiona la inflación, él propone una dolarización. Carente de una maquinaria de poder, construyó a las apuradas una plataforma aluvional de candidatos al Congreso y a las administraciones locales. A muchos de ellos ni siquiera los conoce. Cuando se contaron los votos, Milei sacó 7 millones. El 30% de los que participaron de los comicios. El 20% del padrón. Ganó.

El éxito de Milei tiene varias peculiaridades. Una es su dimensión. Los encuestadores que le habían vaticinado una buena performance le asignaban, como una hazaña, 27% de los votos. Otro rasgo de su liderazgo es que presenta un encanto transversal. Lo votan en los barrios más acomodados, pero también en las villas de emergencia, donde viven los indigentes. También es notorio su atractivo entre los jóvenes. Según un sondeo presencial del politólogo Rodrigo Zarazaga, en esas zonas muy humildes, cuando se consulta a los menores de 25 años, la predilección por Milei pasa del 7 al 21%.

Como sucede casi siempre, en el potencial de este candidato está su propio límite. Su magnetismo radica en su capacidad para mostrarse como un outsider en condiciones de recusar a todo el sistema. Allí, en esa falta de estructuración, anida también la incógnita sobre su consistencia como eventual jefe de un gobierno. Este enigma se proyecta sobre el plano conceptual. Está claro lo que Milei quiere destruir. Más difícil es identificar lo que se propone construir.

La corriente de abstención y el despliegue de la ultraderecha interpelan a la que hasta ahora era la principal oposición al Gobierno kirchnerista: Juntos por el Cambio. La larga crisis económica que atraviesa la Argentina, signada por más de una década de estancamiento, afecta también a esta coalición, que gobernó con Mauricio Macri entre 2015 y 2019, sin resolver el drama económico heredado. El domingo Juntos por el Cambio quedó segundo con 6,7 millones de votos, 28,7% de la elección, el 19% del padrón. En esta coalición compitieron dos aspirantes a la Presidencia: Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta. Son dos políticos profesionales. Pero Bullrich carece de una maquinaria electoral. Larreta no: alcalde de la Ciudad de Buenos Aires, contó con recursos económicos y anudó alianzas con otros líderes territoriales del interior. Pero ganó Bullrich por 6 puntos porcentuales. De nuevo en esta escala lo informal se impuso sobre lo estructurado. El discurso de Bullrich, además, se superpone por momentos con el de Milei: pregona la necesidad de un cambio drástico, que asegure el orden público y oriente al país hacia las políticas de mercado.

El frente del Gobierno, Unión por la Patria, salió tercero. Es la primera vez en la historia que al peronismo le sucede esa desgracia. Sacó 6,5 millones de votos, 27% de la elección, 18% del padrón. Apenas menos de Juntos por el Cambio. Allí también compitieron dos candidatos. El ministro de Economía, Sergio Massa, y Juan Grabois, un dirigente social identificado con cooperativas de trabajadores informales. Massa conquistó al 21% de los votantes. Grabois, al 6%.

Más allá del resultado, la escena para Massa es una pesadilla. Porque en medio de la tormenta política debe dar malas noticias económicas. Ajustes para mantener un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional del que depende un desembolso de 7000 millones de dólares para este mes. A 12 horas de conocerse el fracaso en las urnas, Massa tuvo devaluar 18% la moneda. Una decisión que se proyectará sobre los precios y podría llevar la inflación de este mes, según muchos expertos, al 14%.

¿Qué disponibilidad tiene el oficialismo, en especial su líder Cristina Kirchner, para acompañar a Massa en esta anti-campaña electoral? ¿A qué turbulencias se vería expuesta la Argentina si eligen un camino alternativo?

Con Milei y Bullrich en las principales posiciones daría la impresión de que los argentinos han invertido con su voto el diagnóstico que prevaleció, con una breve intermitencia, durante los últimos 20 años. Para el kirchnerismo la raíz de los problemas está en que los mercados no se subordinan a la política. Milei y Bullrich representan a los mercados en su intento de disciplinar a la política. Dos simplificaciones.

A los argentinos les encanta sentirse excepcionales. Pero lo que ocurrió en este primer tramo del proceso electoral los asimila a una tendencia cada vez más extendida. El desencanto político produce abstención y radicalización electoral. Esos movimientos terminan fragmentando más la oferta política. Esa fragmentación se pone en el evidencia en el Poder Legislativo, donde es cada vez más trabajosa la constitución de una mayoría.

El enojo por las malas prestaciones del sistema induce, entonces, a la segmentación. Y la segmentación agrava la impotencia del sistema para mejorar sus prestaciones. El circuito recuerda aquel Soneto XIII de Garcilaso de la Vega, donde el poeta registra el desencanto de Apolo frente a su deseada Dafne, que se transforma en laurel. El mito expone una paradoja: las lágrimas de Apolo regaban a Dafne haciéndola crecer. Es el riesgo de esta endiablada relación entre masas insatisfechas y democracias bloqueadas por la fragmentación, al que caben los versos finales de Garcilaso: “Que con llorarla crezca cada día la causa y la razón por que lloraba”.

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