Regalos interesados
A veces hay que acercarse a las cosas que no te apetecen mucho para sacarles lo mejor que tienen, porque la distancia ya está creada: luego solo hay que saltar
Contó una vez Juan Forn en Página 12 que en 1978, cuando Scorsese estaba en una clínica de desintoxicación por un triple colapso (huida de su novia Isabella Rosellini a Europa, fracaso de New York, New York y cantidades ridículas de cocaína), recibió la visita de Robert De Niro. De Niro le traía un regalo, la autobiografía del boxeador Jake LaMotta. Scorsese también le había comprado algo a De Niro: un libro de Kazantzakis titulado La última tentación de Cristo. Días después, De Niro dijo que el libro de Kazantzakis le había parecido flojo, y Scorsese le respondió que la autobiografía de LaMotta no le decía nada. Con las caretas fuera (los dos no querían regalarse nada, sino rodar el libro que les gustaba), De Niro dijo: “Marty, solo tú puedes transmitir lo que significaba LaMotta para nuestra gente. Te estoy hablando de un tipo que perdió cinco veces contra Sugar Ray Robinson y al final de cada pelea, con la cara tumefacta y sangrante, iba a abrazarlo y le decía al oído: ‘Tampoco esta vez pudiste noquearme, Ray’. Imagina un boxeador que pelea como si no mereciera vivir. Imagina lo que puedes hacer con la cámara cuando filmes cada golpe, las gotas de sudor y de sangre volando por el aire y salpicando los tapados de piel y los smokings de la gente en el ringside. Te estoy hablando de una ópera, Marty. Las peleas serán como las arias. Solo tú puedes hacer una ópera del Bronx”. Juntos rodaron Toro salvaje, una de las mejores películas de siempre, la última de la edad de oro de De Niro.
A veces hay que acercarse a las cosas que no te apetecen mucho para sacarles lo mejor que tienen, porque la distancia ya está creada: luego solo hay que saltar. En Malditos bastardos hay una escena fantástica, una de las mejores de Tarantino y que mejor define el nazismo. Sucede cuando a Shosanna Dreyfus le presentan a Joseph Goebbels y a su traductora francesa. Y a Shosanna lo primero que se le pasa por la cabeza al verlos es la imagen de Goebbels sodomizando a su traductora. No de cualquier manera, sino de la manera exacta que uno podría imaginarse a Goebbels en la cama si alguien se lo presentase: con ropa puesta, la cabeza medio ladeada en un tic enfermizo y emitiendo gruñiditos, con un movimiento espasmódico en la mano, como un Mini-yo. Lo que hace Shosanna con esa visualización es anticipar la naturaleza del personaje y confirmar el espanto de su régimen: Tarantino describe mejor a Goebbels en el fornicio que en la imprenta. Y con eso conduce a la intimidad del nazismo: unos locos que se han puesto de acuerdo en azotar un trasero y una mirada entre complacida y dolorosa que sirve de cómplice para la definitiva eyaculación aria.
En Érase una vez en Hollywood, Tarantino cobra deudas con Manson con uno de sus mejores diálogos. “Tú cómo te llamabas?”. “Soy el diablo y vengo a hacer el trabajo del diablo”. “No, era algo más sencillo: ¿Tex?”. Algo que me recuerda a la impactante declaración de Brad Pitt cuando rodó con él esa película: “Cuando repite una escena, grita: ‘¡Hacemos otra! ¿Por qué?’. Y el equipo, a coro: ‘¡Porque nos gusta hacer películas!”. 278 cadáveres por película, sangre y vísceras por todo el set y resulta que el tío es Mr. Wonderful. Y también en eso consisten las ficciones.
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