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Embustes putinistas

Los ucranios no son peones de nadie, ni de Estados Unidos ni de la OTAN, solo de sus derechos y de su clara razón moral

Putin
El presidente ruso, Vladímir Putin, en una reunión con miembros de su Gobierno esta semana en el Kremlin.SPUTNIK (via REUTERS)
Lluís Bassets

Jamás ha existido acuerdo alguno entre Washington y Moscú sobre la ampliación de la OTAN, como asegura el manual de historia redactado por encargo de Putin y obligatorio para los escolares rusos desde este curso. El Kremlin quiso mantener ya en 1989 el reparto de Europa en áreas de influencia y arrancar tal compromiso de Washington. No lo consiguió. Ni entonces ni nunca. Ni escrito ni verbal. Una suerte para todos, especialmente para los vecinos de Rusia que pudieron huir de la cárcel soviética de los pueblos.

Es larga la lista de los embustes de Putin. Mayores y de mayor enjundia que los de Trump, sobre todo los históricos, apoyados en leyendas y mitos que justifican el expansionismo imperial. La historiografía más seria los ha desmontado enteros, como ha desmontado la leyenda de la OTAN. Rusia no nació en el rus de Kiev. Ucrania, Crimea incluida, no es rusa desde hace siglos. Ha sido sueca, rusa, soviética, alemana, mitad polaca y lituana, también húngara, incluso otomana, pero ahora es una nación política independiente y soberana y no una provincia enfeudada a Moscú.

Luego están los embustes geopolíticos, salidos de la inquietante disciplina académica que sirvió para justificar el poder de los imperios. Los partidarios de la política de la fuerza siempre tendrán un doble y contradictorio reproche para la Unión Europea: por sus pretensiones de autonomía estratégica, que la conducen a distanciarse de Washington, y por la falta efectiva de autonomía estratégica, que la conducen a estrechar los lazos con la potencia que la ha salvado al menos en tres ocasiones. El Kremlin tiene una alternativa: una Europa dominada desde Moscú.

Es una mala metáfora, equivalente al Occidente colectivo inventado por Putin, considerar que la OTAN ha absorbido a la Unión Europea, la última ocurrencia sobre la guerra de Ucrania salida del tosco realismo de la política de la fuerza. Es la razón última y única de los renacidos impulsos imperiales moscovitas. No fue una invitación genérica y sin fecha a Georgia y Ucrania a incorporarse a la OTAN lo que provocó la brutal reacción de Moscú contra la república caucásica en 2008. Chechenia ya había sufrido dos cruentas agresiones rusas. Ni siquiera con Gorbachov y Yeltsin se quedaron quietos los tanques en los cuarteles. Quienes solo creen en la política de la fuerza y en las áreas de influencia miran siempre hacia otro lado ante la acción exterior armada de Moscú, en el Cáucaso, en Siria o en Ucrania. En nombre de la estabilidad, naturalmente.

Por fortuna, no hay guerra entre la OTAN y Rusia. Es de Putin contra Ucrania. Los ucranios no son peones de nadie, salvo de ellos mismos, decididos a defender su independencia y su soberanía, un derecho que nadie les puede hurtar y que soporta la entera legislación internacional, y lo que es más importante, una razón moral tan clara como la de quienes se enfrentaron y vencieron al nazismo.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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