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TRIBUNA
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La imposible memoria común

Aragón es el último ejemplo de cómo el rechazo a la “memoria democrática” es, junto con la Unidad (con mayúscula) de España, el pegamento más fuerte para las derechas, sean nacionalcatólicas, liberales o posfascistas

La imposible memoria común. Javier Rodrigo
ENRIQUE FLORES

El malogrado Tony Judt empezaba uno de los libros que editó señalando con razón que todos los países tienen su síndrome de Vichy. Judt hacía referencia a los problemas de inserción del colaboracionismo con los ocupantes alemanes y con sus políticas de ocupación en la narrativa nacional francesa. Pero ese mismo síndrome, el de la digestión de los pasados de violencia, deportaciones, genocidios, guerras civiles o trasnacionales, está presente en todos los países del continente. Y en todos genera conflictos de índole simbólica que a veces se trasladan a lo jurídico, como en los casos del genocidio de la población armenia en Turquía o en el del Holodomor, la gran hambruna ucrania, por no hablar de la falta de libre interpretación en la Polonia de Ley y Justicia sobre el sistema de campos de exterminio o la colaboración de polacos en el Holocausto.

Cada país europeo tiene su propia historia de violencia, y en todos se generan conflictos alrededor de sus historias públicas, que imposibilitan la existencia de relatos compartidos. No los hay en Francia, Dinamarca o Bélgica sobre el colaboracionismo, ni en Italia, Grecia o los países que un día fueron el Reino de Yugoslavia sobre sus guerras civiles de los años cuarenta. No hay un relato común en Portugal sobre el salazarismo y, pese a los notables avances de la historiografía, en ninguno de estos países existe un relato compartido, contingente y crítico sobre las violencias coloniales.

Tampoco en España sobre la Guerra Civil, como llevamos viendo tantos años. Posiblemente, esa sea una primera conclusión sobre los ya más de cuatro lustros que llevamos desde que en 2000 se abriese la primera fosa común del actual ciclo de exhumaciones de víctimas del golpe de Estado del 36 y se plantease una narrativa alternativa a la del final de franquismo y la Transición democrática: el de la “memoria histórica” es un marco conceptual que ha generado dos leyes nacionales y un puñado de normativas autonómicas y municipales, que ha permitido financiar investigaciones, exhumaciones, homenajes y reparaciones simbólicas, pero que no ha logrado establecer un relato compartido, ni siquiera cuando se le ha añadido, primero en Cataluña y después en la norma estatal, el adjetivo de “democrática”.

Nunca hay una memoria compartida de los pasados de violencia. El último ejemplo, en el Gobierno de Aragón, es una demostración palmaria. Lo primero que ha hecho la conjunción de gobierno de Partido Popular y Vox ha sido cargarse (por “ideológica”) la ley autonómica de memoria democrática, una norma de una impecable pulcritud historiográfica y constitucional, además de humanitaria, denostada por igual por todo el arco político conservador. Sin embargo, en este asunto no ha sido el PP el que ha comprado los argumentos de la derecha radical. En cargarse la norma sobre memoria democrática estaban de acuerdo desde hacía tiempo, porque comparten el mismo relato histórico, la misma narrativa e idéntica interpretación del pasado.

Ese relato no es otro que el del “revisionismo” histórico, que venía a oponerse al nacimiento de la “memoria histórica” y a modernizar las interpretaciones del régimen sobre su propia historia, adaptándolas al contexto de principios de siglo. Por eso, las explicaciones de la derecha radical contra la aprobación de la actual Ley de Memoria Democrática sonaban tan viejas: porque lo eran. Según Vox, la guerra empezó en 1934 —la empezó el PSOE, por supuesto—, nadie recuerda Paracuellos, el Valle de los Caídos es un monumento de reconciliación y los 25 Años de Paz, una celebración de concordia. De hecho, nada nuevo. El contenido no ha variado prácticamente desde la historiografía del régimen hasta el relato de la derecha radical, pasando por el revisionismo. A este argumentario propio de un Ricardo de la Cierva redivivo (el gran historiador del régimen, cuyo padre fue asesinado en Paracuellos y cuyo hijo, vasos comunicantes, fue quien difundió el infame lema sobre Txapote), Vox añadió solamente que la norma venía a imponer de manera “estalinista” el pensamiento único y a censurar la libre interpretación del pasado “oficial”. Es decir, solo añadió populismo desprejuiciado y catastrofismo fake al relato del revisionismo, sirviéndolo después en píldoras lanzadas a las redes sociales.

De lo que se ha tratado siempre ha sido de construir memoria a costa de la historia. Pero ni la guerra empezó en 1934 ni nunca ha estado mejor estudiada la violencia revolucionaria, mejor incluso que en los tiempos de la Causa General. Gracias a la investigación y a la interdisciplinariedad propias de las dos últimas décadas conocemos más y mejor ese pasado violento: las responsabilidades, cadenas de mando, tiempos y modus operandi de las violencias golpista y revolucionaria, los perfiles de los perpetradores, las especificidades de género, su extensión en forma de guerra irregular hasta 1952. Puede que ninguno de esos ejemplos destaque más como profundamente falso que el del Valle de los Caídos (hoy de Cuelgamuros). ¿Cómo va a ser un monumento de reconciliación aquel cuyo decreto inaugural del 2 de abril de 1940 proyectaba para “los héroes y mártires de la Cruzada” y al que se trasladaron de manera forzosa centenares de cadáveres sin informar a sus familias, que tenían los mismos derechos a llorar a sus deudos que las de los muertos de la violencia revolucionaria? ¿Cómo va a serlo la basílica en la que el mismo Generalísimo quiso ser enterrado, tal como le dijo en 1959 a Diego Méndez, señalando el hueco de su futura tumba: “Y aquí, luego, yo”? ¿Cómo va a serlo el lugar que el dictador ideó como un gran relicario de santos españoles, a la vez que se inhumaban cientos de cuerpos sin identificar, ni en términos de nombre ni de credo religioso?

Lo terrible de todo esto no es solo la oceánica ignorancia sobre el pasado: es la desprejuiciada falta de empatía que se desprende. Como consecuencia de su valoración como “ideológica” bajo esas premisas fundadas en falsos históricos y memorias sin historia, uno de los efectos inmediatos de la derogación de la ley autonómica aragonesa puede ser la paralización de la búsqueda de desaparecidos en el que es, de hecho, el mayor cementerio de guerra en España. Que al hablar de la “memoria histórica” el acento no se sitúe en la recuperación para sus familiares de 10.000 personas en los últimos 20 años o de los que podrían seguir recuperándose (con todo lo que comporta de trabajo previo: investigación, exhumación, identificación) sino en las dimensiones políticas presentistas habla de la imposibilidad del relato común, al igual que en toda Europa. Pero también habla de cómo el argumentario de la nueva derecha calca el de la vieja derecha, porque en materia histórica no difieren absolutamente en nada.

Aragón es el último ejemplo de cómo el rechazo a la “memoria democrática” es, junto con la Unidad (con mayúscula) de España, el pegamento más fuerte para las derechas, sean nacionalcatólicas, liberales o posfascistas. De cómo lo simbólico es materia siempre de conflicto. Pero detrás de lo simbólico está también lo humanitario y lo científico. Y es ahí donde la academia debe poner urgentemente su atención, si no queremos que, a fuerza banalización y macarrismo desprejuiciado, nuestro particular síndrome de Vichy se convierta en un futuro cercano en una pandemia de memoria sin historia.

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