Putin, el hambre como arma
La UE reacciona contra Rusia por el intento de globalizar su guerra contra Ucrania al frenar las exportaciones de grano
El presidente ruso, Vladímir Putin, ha esgrimido este verano una nueva arma en el combate que libra para imponer su voluntad a Ucrania. Es la de sabotear las exportaciones de grano ucranio con el triple objetivo de privar a Kiev de una de sus escasas fuentes de ingreso, chantajear a los países pobres (sobre todo, africanos) que dependen del exterior para alimentar a sus poblaciones y provocar en el mercado un aumento de precios que redunde en beneficio de las arcas de Rusia, país que rivaliza con Ucrania como potencia exportadora agrícola. La jugada del Kremlin se materializó el 17 de julio con el abandono del acuerdo que ha permitido durante casi un año la salida a través del mar Negro de 33 millones de toneladas de grano ucranio, la mitad de esa cantidad con destino a los países más necesitados. El viernes, otra señal mostró cómo Rusia va quedándose cada vez más aislada: China, su gran aliado, anunció que envía a un delegado a las conversaciones que se celebran en Arabia Saudí hoy y mañana sobre el plan de paz del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski.
La negativa de Moscú a renovar el acuerdo sobre el grano expone a muchos países pobres a una crisis alimentaria de grandes proporciones, según alerta el alto representante para la Política Exterior de la UE, Josep Borrell, en una carta dirigida a los socios del G-20 y a los países en desarrollo. La misiva de Borrell, a la que tuvo acceso EL PAÍS, avisa de que el bloqueo de las exportaciones de Ucrania pondrá en peligro el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, del que depende en buena parte la alimentación de países como Afganistán, Yibuti, Etiopía, Kenia, Somalia, Sudán o Yemen. La carta subraya que Ucrania suministró en 2022 el 50% del trigo distribuido por el programa de la ONU, y en 2023 hasta el 80%. Sin ese grano, existe un riesgo evidente de hambruna para unos países que, solo con los citados por Borrell, suman 220 millones de habitantes, la mitad de la población de la UE.
Moscú aceptó el acuerdo del grano hace un año, gracias a la mediación de la ONU y de Turquía. La diplomacia rusa buscaba mantener el apoyo de los países en desarrollo en África, Asia o Latinoamérica para que no secundaran las condenas de Occidente a la invasión. Pero el escenario ha cambiado: el conflicto bélico se ha gangrenado sin visos de un final inmediato. Y la complicidad de los aliados de Moscú ya no puede darse por descontada tras la humillación sufrida por Putin al tener que cancelar su asistencia a la cumbre de los BRICS en Johanesburgo (Sudáfrica) del 22 al 24 de agosto por el temor a ser detenido y trasladado a La Haya, donde el Tribunal Penal Internacional lo acusa de crimen contra la humanidad por el secuestro de cientos de niños ucranios y su traslado forzado a territorio ruso. El enfriamiento de las relaciones de Moscú con los países africanos se evidenció en la reciente cumbre Rusia-África a la que asistieron 17 jefes de Estado, menos de la mitad que en 2019.
Ante la grave situación que atraviesa Rusia, Putin ha optado por recurrir a la alimentación como nueva arma de guerra. Borrell recuerda en su carta que lo hace en un mundo que “afronta una crisis alimentaria sin precedentes”. Como en tantas otras circunstancias del conflicto desencadenado por Putin, el riesgo de hambrunas remite tristemente al pasado. El dictador soviético Josef Stalin también recurrió al hambre como arma de destrucción contra Ucrania en los años treinta del siglo pasado. Aquella hambruna —Holodomor, en ucranio— ha sido condenada por numerosos países como un intento de genocidio. Putin parece dispuesto a repetir el crimen a una escala global con tal de salirse con la suya.
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