El día después: pactar la política tras el 23-J
La forma de gestionar el conflicto entre dos bloques altamente polarizados deja poco espacio para procesos deliberativos más de fondo y corre el riesgo, a la larga, de provocar una crisis orgánica de la democracia
En España, desde hace casi una década, el camino que lleva del resultado electoral a la formación de Gobierno es más bien largo porque la aritmética resultante de las urnas es más compleja que un tiempo atrás. Con permiso de los nostálgicos del bipartidismo y las victorias rotundas, nuestro sistema político está desde 2015 abocado a la búsqueda de coaliciones capaces de conformar mayorías. En el día después, lo que importan son las sumas, pero lo que no sabemos es cómo conciliar esa realidad poselectoral con una competencia política endiablada que, en lugar de incentivar los lugares de la cooperación y el encuentro, convierte las campañas electorales en máquinas polarizadoras de alto voltaje. La tensión está obviamente jaleada por esa derecha retrógrada que se alimenta del odio y de la bronca y que reduce el espacio político a una simplificación de códigos binarios. Pero no se queda todo aquí. La elevada volatilidad electoral y la mayor fragmentación política ha generado enormes incentivos para poner en marcha todo un aparato político y mediático que sirve y se nutre a la vez de la rivalidad política. Con estos ciclos electorales prolongados y encadenados entre sí, vamos camino de convertirnos en paraíso de la demoscopia trackeada, en el refugio de los spin doctors (según la definición del diccionario de Cambridge: “Alguien cuyo trabajo es hacer creer que las ideas son mejores de lo que en realidad son, especialmente en política”) y en la más sofisticada expresión de los platós televisivos que lo mismo sirven para la fiesta de la democracia que para el festival de Eurovisión. Si nos descuidamos, votamos para concluir el baile de encuestas que, por otra parte, ya no sabemos si la opinión la sondean o la conforman; o si a los indecisos los buscan o los generan. El típico círculo vicioso del pez que se atraganta con su cola.
Ahora que la extrema derecha no ha logrado sus objetivos, que la derecha averigua la medida de su aislamiento y que es probable que nos esperen meses de incertidumbre con un no descartable horizonte de repetición de comicios, tendríamos que reflexionar sobre los términos de la discusión política.
Más allá del hartazgo general, concentrar la expresión de la política en la disputa en dos bloques altamente polarizados corre el riesgo, a la larga, de provocar una crisis orgánica de la democracia. En esta exhausta carrera por el poder, parece que la ciudadanía decide mucho, pero, en realidad, cada vez decide menos. Paradójicamente, esta forma de gestionar el conflicto en política deja poco espacio para procesos deliberativos más de fondo y esto incluye también a los parlamentos. Los Ejecutivos recurren con más frecuencia a legislar a golpe de decreto no sólo porque el proceso sea más ágil; también porque es la forma de puentear unos parlamentos abocados a escenificar el desencuentro. Es más un síntoma que una causa de la dificultad para consensuar reformas y repercute a la larga en la calidad democrática sencillamente porque eclipsa los tiempos normales de la política.
Sería necesario, entonces, preservar algunos temas importantes de la crispación, reforzar los pactos y asegurar ciertos consensos. ¿Es esto lo que propone ahora Feijóo? Parece, pero con mucha trampa. Si los pactos son una estrategia para alcanzar una improbable mayoría, es más de lo mismo. A su propuesta le precede una campaña dirigida a torpedearlo todo y especialmente la legitimidad de la coalición de este Gobierno. Pactemos para que mande yo, sería más o menos. No parece que haya observado con detenimiento el perímetro en el que se mueve, entre otras cosas porque para que los pactos sean de Estado primero tendrá que reconocer su realidad plurinacional.
En cualquier caso, y para hacer justicia, a la politización de temas que hasta ahora quedaban resguardados del ruido electoral, sacrificando el interés general por el partidista, han jugado todos. La violencia de género entró en campaña mucho antes de que se anunciaran elecciones y es un claro ejemplo de un consenso reciente y relativamente estable (la ley de 2004 del Gobierno de Zapatero y el pacto de Estado posterior los aprobaron todos los partidos políticos) que salta por los aires a partir de 2021. El consenso en torno a las pensiones sellado con el Pacto de Toledo de 1995 también se rompe por vez primera en estas elecciones. El PSOE ha criticado al PP la no revalorización de las pensiones en unos años en los que la austeridad impuesta por Bruselas dejaba escaso margen. Por otra parte, la última reforma de las pensiones no resuelve el problema de la sostenibilidad del sistema a largo plazo, pero, a juzgar por la crisis institucional y política que ha provocado en Francia la reforma del presidente Macron, el mérito de conseguir la aprobación de los principales agentes sociales, de Bruselas y de la calle, no es menor. El ingreso mínimo vital, aprobado en plena pandemia como la principal política antipobreza de ámbito estatal, también contó con los votos a favor de todos los partidos del arco parlamentario, con la única abstención de Vox. Hasta la reforma laboral de Díaz, que estuvo lejos de la unanimidad en el Parlamento, fue fruto de un laborioso acuerdo tripartito para terminar con la gran anomalía europea de la temporalidad del mercado laboral español. Finalmente, el keynesianismo de emergencia activado por el Gobierno español para hacer frente a las dos grandes crisis de los últimos tres años fue avalado, cuando no alentado, por los mismos organismos internacionales que en la crisis anterior provocaron la asfixia fiscal de no pocos países.
Ni uno solo de los problemas que España arrastra en cohesión social los arreglaremos con ocurrencias programáticas de última hora ni con el impulso, decidido pero acotado, de un único Gobierno. Tan importante es llevar la iniciativa legislativa como asegurar su continuidad. Las olas de calor, los incendios y la progresiva desertificación de buena parte del país ni comienzan ni se paran con cada cambio de Gobierno. Necesitamos, como diría Ignatieff, encontrar esos buenos ejemplos que nos permita mantener viva la esperanza porque el destino sólo puede ser común.
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