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Tribuna
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Algo está claro, no hay derrota cultural de la izquierda

El mayor problema del PP ha sido convertir cuatro años de oposición política en una batalla sin cuartel en todas direcciones que a la postre lo ha dejado en manos de Vox y le ha amputado cualquier posibilidad de negociar con cualquier otro socio

Tribuna Soledad Gallego-Díaz 26/05/23
RAQUEL MARIN
Soledad Gallego-Díaz

“Si una mañana me levanto y camino sobre las aguas del Potomac, por la tarde los titulares dirán: ‘El presidente no sabe nadar”. La frase es de Lyndon B. Johnson, pero Pedro Sánchez se puede sentir bien reflejado en ella. Contra todo pronóstico y contra quienes insistían en que “no sabía nadar”, el resultado de las elecciones generales le ha devuelto la posibilidad, difícil, pero probable, de gobernar otros cuatro años. Nada está escrito y tiene por delante difíciles semanas que pueden acabar en una investidura o en una nueva convocatoria electoral. Pero algunas preguntas ya se han aclarado. Por ejemplo, que no se ha producido la derrota cultural y moral de la izquierda por la que tanto y tan brutalmente ha peleado la derecha en estos últimos cuatro años. Resulta que el PP y el PSOE tienen aproximadamente los mismos votos, ocho millones para Núñez Feijóo y 7,7 para Sánchez. Tampoco el nacionalismo español más radical, Vox, con 33 escaños, está tan alejado de los partidos nacionalistas vascos y catalanes, que reúnen 26. Resulta también que una parte de los votantes siguen teniendo memoria y que no les gusta que reviva el lenguaje franquista de hace 50 años. Vox, que se ha empeñado en recuperarlo en las comunidades o alcaldías donde forma coalición con el Partido Popular, ha perdido más de 600.000 votos (aunque conserva tres millones, una cifra que conviene no olvidar).

España no ayudará a normalizar la presencia de la extrema derecha en las instituciones europeas y esa es una gran noticia. Lo es para quienes ambicionan una Europa cada vez más unida y decidida en la lucha a favor de la profundización de los principios democráticos y contra la desigualdad. La victoria de Giorgia Meloni, en Italia, y los acuerdos en Finlandia y Suecia parecían indicar un ascenso imparable de esas alianzas, pero el frenazo del domingo en España inyecta renovadas esperanzas. (Como las inyecta la reacción en Israel, no solo de la izquierda, sino de los liberales, oponiendo una durísima resistencia, 30 semanas consecutivas de manifestaciones multitudinarias, a que el Gobierno más extremista de su historia destruya el sistema judicial independiente de su país).

El mayor problema del PP ha sido, precisamente, que lo que creyó su talismán para garantizar su regreso a La Moncloa —convertir cuatro años de oposición política y parlamentaria en una batalla sin cuartel en todas direcciones—, a la postre lo ha dejado en manos de Vox y le ha amputado cualquier posibilidad de negociar con cualquier otro socio. La rápida respuesta del PNV, negándose siquiera a hablar con Núñez Feijóo, muestra esa soledad. La estrategia de aislamiento, el PP contra todos, en todas partes, no solo es extraña a la propia historia del partido, que, en etapas anteriores, fue capaz de negociar a múltiples bandas, sino que lo aleja del gran papel que podría desempeñar como partido conservador europeo. De hecho, el resultado del domingo podría ser visto también como una oportunidad para el PP, en el sentido de permitirle retomar el camino de una derecha alejada del mensaje extremista, capaz de unirse a aquellos de sus correligionarios que pelean en Bruselas por recuperar su papel de impulsores del europeísmo.

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La decisión estará en manos de Núñez Feijóo, a quien será difícil disputarle el liderazgo interno en el PP, porque, pese a perder prácticamente la posibilidad de llegar a La Moncloa, lo cierto es que ha conseguido que su partido sea el primero de España en número de escaños, sumar tres millones de votos a los resultados de 2019 y recuperar prácticamente todos los electores que se fueron a Ciudadanos. Ha sido precisamente su relación con Vox la que ha impedido que esos resultados se tradujeran en una mayor autonomía política. Será él ahora quien tenga que decidir si marca una nueva estrategia, menos complaciente con la extrema derecha, o si continúa con la línea algo errática que ha seguido hasta ahora. Cuanto antes abandone la petición de que el PSOE se abstenga y facilite su investidura, mejor, porque no puede pedir que “nadie se atreva a bloquear España” quien lleva cinco años bloqueando una de sus instituciones, el Consejo General del Poder Judicial. Ni puede pedir negociación con el PSOE quien ha llevado como único punto de su programa electoral derogar todo lo construido en estos últimos cuatro años.

El Partido Socialista y su presidente Pedro Sánchez tienen por delante una difícil negociación para alcanzar no solo la sesión de investidura, sino también la mayoría parlamentaria necesaria para sacar adelante durante toda la legislatura presupuestos y leyes. A su favor cuenta que el partido que podría impedirlo, sumando su voto en contra junto al PP y Vox, Junts per Catalunya, no podría esperar una mejora electoral en unas obligadas nuevas elecciones, sino, probablemente, un resultado propio peor. Incluso sus oponentes podrían mejorar. Junts sabe perfectamente que el PSOE está obligado a respetar el marco constitucional y que cualquier negociación sobre un referéndum tiene que estar ligada, no a un pretendido e inexistente derecho de autodeterminación, sino a la reforma del actual Estatuto de autonomía, lo que no sería ningún disparate porque es un texto prácticamente invalidado, que exige 800 páginas anexas para su interpretación. Y además tendría que obtener el previo acuerdo del Parlamento catalán, con mayoría de dos tercios.

Sánchez tiene la dura experiencia del anterior Gobierno de coalición con el Podemos de Pablo Iglesias, Ione Belarra e Irene Montero y seguramente le será útil a la hora de negociar una eventual nueva coalición con Sumar y Yolanda Díaz. Sería conveniente que los acuerdos firmados incluyeran ahora cláusulas de lealtad interna, de forma que ni los ministros socialistas manejen sus proyectos casi en secreto frente a sus socios, ni estos muestren continuamente su desacuerdo. Los debates internos son razonables, pero que los ministros de un Gobierno voten divididos en el Parlamento es algo inusitado. Una mayor lealtad interna ayudaría también a que el nuevo Gobierno fuera más respetuoso con el Parlamento y renunciara al uso desaforado del decreto ley, permitiendo que renazca el proceso tradicional por el que los proyectos de ley pueden ser objeto de enmienda artículo por artículo. De hecho, si el PSOE consigue finalmente gobernar cuatro años más, lo razonable sería modificar también sus relaciones con la oposición, ofreciendo, por ejemplo, desde el principio, información y acuerdos sobre tres asuntos básicos: la transición ecológica y cambio climático, la reforma de la Administración, tantas veces prometida y más necesaria que nunca, y la construcción de una Europa alejada de todo extremismo.

La dirigente de Sumar, Yolanda Díaz, ha demostrado ser una buena negociadora, pero es muy posible que esa capacidad la tenga que ejercer sobre todo dentro de su propio grupo parlamentario. Por lo menos, es lo que ha dado a entender Ione Belarra, responsable de Podemos, advirtiendo que “sus cinco escaños” (los que controla dentro de Sumar) trabajarán “por su cuenta”. Es una decisión comprometida, porque Podemos difícilmente podrá recuperarse a costa de Sumar y oponiendo Irene Montero a Yolanda Díaz, vicepresidenta, mucho menos si demuestra su deslealtad en el propio Parlamento. Es difícil creer que Podemos podría mejorar sus resultados presentándose por libre en unas eventuales nuevas elecciones. De hecho, corre el riesgo de pasar a ser directamente irrelevante. Belarra debería recordar la cita del pintor Mark Rothko: “Solo hay una cosa a la que tengo miedo en mi vida, amigo mío. Que un día el negro se trague al rojo”. O el consejo de Churchill: “Si estás atravesando un infierno, no te pares”.

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