Detectives de sofá
Basta poner en X el nombre de Isak Andic, el fundador de Mango muerto un accidente de montaña el pasado fin de semana, y esperar a la cascada de mensajes de quienes juegan a su propio Cluedo
El juego era el de siempre: una serie de cartas con personajes, armas y estancias. Y el contexto, el idóneo: una tarde prenavideña, en familia, con el fuego crepitando de fondo. Por la ventana, de vez en cuando, se asistía a la danza enloquecida de un grupo de hojas amasadas por el viento, que tanto sopla en el Empordà, y que ha dejado una huella imborrable en sus habitantes, criados en la exquisita hosquedad.
Con la taza caliente entre las manos, y el chocolate humeante, se aguardaba un rato de misterio y diversión. Ganaría quien adivinase al autor del crimen, escondido en el centro del tablero, en un pequeño sobre. La memoria, en uno de sus muchos discos duros, almacenaba jornadas gloriosas regidas por una sola frase: “Lo mató Rubio, en el invernadero, con el candelabro”. O Celeste, con la tubería de plomo, en la sala de billar, o cualquiera del resto de opciones posibles.
Pero la verdad es que ya costó rescatar unas normas olvidadas, acumulando polvo, escritas en el viejo papel... Con las gafas de cerca a medio puente nasal, se perdió media hora para descifrar el mensaje oculto escrito en tinta negra. Solo una mente retorcida podía haber escrito tantas letras juntas y tan pequeñas. Y luego encima hubo que entenderlas y explicarlas. Una espera exasperante, que obligaba a echar disimuladamente la mano al móvil.
Aclaradas, presumiblemente, las normas, y repartido el papel y el lápiz, se empezó con el juego de mesa. Antes hubo que recordar a algunos de los jugadores (amenazar en los casos más graves) que lo importante era disfrutar de un rato en familia. Cara a cara. Hablando. Interactuando. Aplicando las normas más básicas de la lógica y la deducción. Porque quisiesen o no (bramasen o no por el Fortnite), esa tarde se iba a jugar al Cluedo.
Pero no estaba siendo fácil mantener erguido el mástil de la unidad familiar. A la segunda ronda de preguntas, la mitad de la mesa miraba el móvil cuando no era su turno. A la tercera, había que llamar la atención del jugador al que le tocaba tirar el dado. Dos intentonas de resolución desesperada y varios gritos después, la tarde se vino abajo, y tocó admitir la realidad: el juego de mesa había sido un fracaso.
“Es muy aburrido”, se consensuó, sin intentar aclarar si el Cluedo en realidad nunca fue divertido. Dice la Wikipedia que lo creó, en 1944, Anthony E. Pratt, en el Reino Unido. Que tuvo la idea tocando el piano en hoteles rurales, en una época donde eran populares los juegos de misterio entre los huéspedes, para amenizar la tarde. También estaban de moda las novelas de misterio, de Agatha Christie, de Raymond Chandler y demás.
Es imposible que el Cluedo, nacido en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, pueda competir en la era del true crime, los móviles y las redes sociales. Basta poner en X el nombre de Isak Andic, el fundador de Mango muerto un accidente de montaña el pasado fin de semana, y esperar la cascada de mensajes de los detectives de sofá, jugando a su propio Cluedo. Solos han resuelto lo que, por supuesto, es un crimen a manos de su hijo, ya sea por dinero, por amor, o por honor... Que la jueza, salvo evidencia de última hora, esté a punto de archivarlo, es lo de menos.
Como la del Cluedo, la sociedad de nuestro tiempo lleva la pasión por el crimen en las venas. Pocas veces cruza el dolor de las víctimas, personas de carne y hueso, por la mente de quien tuitea, o de quien escribe sus tesis en un grupo de WhatsApp de amigos, con la tranquilidad y la confianza de que eso jamás saldrá de ahí. Es una evolución del humor negro, que se sigue practicando, aunque con peor acogida. Es el placer conspiranoico de inventar, de crear, interactuando con una pantalla, como si la realidad solo fuese otra ficción más.
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