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Columna
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Lo que no funciona en casa

La oposición a las leyes que conceden a la mujer autoridad sobre su propia reproducción es un intento desesperado por devolvernos al pasado con intenciones turbias

Manifestación a favor del aborto en Berlín, el 7 de diciembre.
Manifestación a favor del aborto en Berlín, el 7 de diciembre. Annegret Hilse (REUTERS)
David Trueba

La reelección de Donald Trump en Estados Unidos ha conmocionado a una parte enorme del mundo, que mira con angustia cómo se forma un triángulo de líderes que completan Vladímir Putin y Benjamín Netanyahu. Estos dos últimos fueron fundamentales para que se produjera la reelección en Norteamérica, pues las bolas del billar nunca chocan sin ser empujadas. Vivimos la peor crisis de representación en 75 años por más que cueste reconocerlo. Sin embargo, andan errados los que apuntan a que ciertos avances en la liberación de las mujeres y los derechos de las minorías e identidades de género son culpables del encumbramiento de estos personajes elegidos para que lideren un fuerte retroceso. Es evidente que a cualquier conquista le sucede una resistencia, pero me temo que quienes se enfrentan al futuro, por mucho que opongan las columnas de su fortaleza, lo que les llegará indudablemente es el tiempo de ser sepultados y olvidados. A menudo fue la religión quien ejerció de muro de resistencia ante los avances íntimos, pero hoy campea una nueva forma de religión política basada en la reacción y el retroceso.

Es interesante mirar cómo el presidente Trump y su vicepresidente, J. D. Vance, están curiosamente emparejados con dos mujeres que proceden de la emigración. Si a ello sumamos las extrañas parejas a las que Elon Musk ha recurrido para fabricarse una familia con apuntes de laboratorio humano, la conclusión se presenta como evidente. A estos líderes del nuevo mundo les resulta imposible encontrar parejas sentimentales de su rango y entorno. Es algo similar a lo que le sucede al discurso ultranacionalista de los partidos extremos europeos. Hablan constantemente de que las mujeres han de volver a casa a tener hijos como único remedio para frenar la inmigración que demandan los factores económicos de crecimiento, pero esas mujeres solo parecen existir en sus cabezas. Ni en la calle ni en las aulas están, porque las chicas, las españolas entre ellas, no aspiran a ser sus abuelas ni de lejos. Al menos en lo que a la relación matrimonial les correspondería. Esa mujer inventada por estas cabecitas nostálgicas va a tener que ser fabricada en un laboratorio de lavados de cerebro o importada de lugares donde la mujer no ha tenido la suerte de conocer lo que es la libertad personal y se consuela con vivir al amparo de estos machos autosatisfechos.

En esta rarísima esfera donde se mezclan las grandes ideas conservadoras y la azarosa existencia familiar es donde se produce el primer fracaso de esta política actual tan exitosa. Ellos mismos son el ejemplo. La oposición a las leyes que conceden a la mujer autoridad sobre su propia reproducción es un intento desesperado por devolvernos al pasado con intenciones turbias. Del mismo modo, la reivindicación por parte de las mujeres de sus cuerpos no como un campo de juegos masculino, sino como la expresión carnal de su autonomía no da para mayor discusión, es algo inapelable. Y también la dignificación del mundo transexual, cuya más firme oposición proviene de la extrañeza y sólo de la extrañeza. Por más que el tiempo parezca congelado, existe un ejército de silenciosos martillos que golpean los bloques que se quieren intactos y poco a poco terminarán con ellos. La corrosiva presencia agigantada de estos elefantes del retorno al pasado requiere la ingrata pero eficaz tarea de las termitas del progreso. Es esa batalla la que sólo puede ganarse.

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