Feijóo pierde el plebiscito contra Sánchez
El desenlace de la estrategia de tensión política continua es una victoria electoral y una derrota parlamentaria, que no ha logrado disipar el empate entre las izquierdas y las derechas estatales que ya se dio en 2019
La oposición planteó las elecciones generales de 2023 como un plebiscito contra el Gobierno de izquierdas, y los partidos de la coalición aceptaron con matices esa narrativa a su pesar. Probablemente, no había otra alternativa, porque es el enfoque que ha predominado en la política española desde que Pedro Sánchez se convirtió en presidente hace cinco años. El recuento provisional le ha dado al PP una victoria incontestable en las urnas (subiendo casi medio centenar de escaños), pero Alberto Núñez Feijóo ha perdido la moción de censura electoral que pretendía tumbar a la izquierda. Y con ello deja en el aire la fuerza que necesitaba para gobernar en la próxima legislatura. Carece de mayoría viable de gobierno, e incluso de obtenerla en una repetición electoral.
La primera posición del PP en votos no era una meta, sino un hecho desde hacía mucho tiempo. No era difícil predecir, ya hace cuatro años, una probable victoria popular, una mejora parlamentaria del bloque de las derechas, y un retroceso de la coalición de gobierno. Desde noviembre de 2019 conocíamos tres datos que nos sugerían este desenlace. Primero, tras tocar fondo en abril de 2019, el PP tenía una clara perspectiva de recuperación acelerada como resultado de la crisis abierta en Ciudadanos en noviembre de ese año. Con la absorción naranja, no solo el PP ganaba la primacía en el centro, también se aseguraba mayor rédito en la representación de sus votos en escaños parlamentarios, gracias a la prima que podía recibir si se situaba como primera fuerza en diversas circunscripciones de baja magnitud.
Segundo, tras la repetición electoral ese año quedó claro (si no lo era ya entonces) que el PSOE de Sánchez había agotado su capacidad de recuperación entre los votantes de centro menos afines. Por último, ningún partido de nuestra democracia había dado —hasta ahora— un salto electoral decisivo tras su primera legislatura de gobierno. A lo sumo habían mantenido o mejorado ligeramente los apoyos. Es lo que hicieron Suárez y Zapatero. González perdió más de un millón de votos. Aznar apenas aumentó medio millón en un contexto de alta estabilidad y bonanza económica, y fue la debacle socialista la que le dio la mayoría absoluta.
Con estos tres datos en mente, la principal variable a observar durante toda esta legislatura no era tanto el tamaño de recuperación del PP en las encuestas, sino la capacidad que tuviera la izquierda, y en particular el PSOE, de mantener la lealtad de su electorado.
Por eso, fueron significativos los intentos de la oposición —y de sus medios— por interpretar cada una de las crisis acaecidas desde entonces como el detonante definitivo que haría implosionar la mayoría de gobierno. Eran verosímiles: una pandemia mundial, una guerra europea con Rusia, una sentencia de prisión para algunos de los principales dirigentes independentistas que apoyaban al Ejecutivo, una inflación con cifras que muchos españoles no habían conocido en su vida… Solo faltaba encender la mecha de la expectativa. En la hemeroteca quedan algunas predicciones ilustrativas de creadores de opinión sobre la fecha de caducidad de Sánchez en 2020, 2021, 2022… y hasta 2023. La mayor trampa de los modernos profetas, y de los políticos que confían en ellos, es leer mal los datos. Los resultados de la derecha en 2019 no fueron malos; lo fueron para el PP. Pero la suma de las derechas alcanzó en abril de aquel año el segundo mejor resultado de la democracia, con 11,2 millones de votos. Era difícil superar aquello, más allá de mejorar el rendimiento de los votos bajos las reglas del sistema electoral.
Por ello, una estrategia de tensión orientada a deslegitimar la mayoría gobernante corría el riesgo de apuntalar las fronteras electorales y forzar al electorado disconforme de la izquierda a reafirmar su apoyo. Además, con ello no se resolvía el dilema conservador: ¿crecer en el centro recuperando la derecha extrema? Pablo Casado fue la evidencia de lo complicado de afrontar esa ecuación. La llegada súbita de Feijóo parecía poner las cosas en su sitio. Las elecciones municipales de mayo harían el resto para promover la expectativa de la alternancia. Pero esos resultados también eran un aviso a navegantes: hubo vuelco institucional pero no oleada electoral. El PSOE resistió, no sus aliados. Aunque ahora sus votantes conocían las consecuencias de ejercer la crítica al Gobierno quedándose en casa. No podía volver a pasar.
El desenlace de esta estrategia de tensión continua es una victoria electoral y una derrota parlamentaria, que no ha logrado disipar el empate entre las izquierdas y las derechas estatales que ya se dio en 2019. El PP se quedará muy lejos de los nueve millones que le garantizaban La Moncloa. Y de paso ha ayudado a que Vox mantenga sus tres millones de votantes. Con ello, la ultraderecha española empieza a consolidar un espacio propio. Ese quizá sea el segundo fracaso de los populares.
La izquierda también ha corrido el riesgo de malinterpretar su victoria hace cuatro años. No solo aquello no fue una derrota de la derecha, por las razones apuntadas, sino que tampoco le daba a los nuevos gobernantes carta blanca para prescindir de mayores niveles de consenso en la aplicación de su programa. Quizá Sánchez era más consciente que Pablo Iglesias de esos límites, pero no por ello es menos responsable de haber dejado excederlos. Quizá por ello el PSOE se queda lejos de recuperar su base electoral del pasado, aunque sí ha alcanzado los ocho millones que le mantendrán en el Ejecutivo. Y tendrá junto a él a Sumar, que también ha logrado superar la difícil prueba de ralentizar la tendencia decadente marcada por Podemos.
¿Y ahora qué? Estas elecciones se convocaron pidiendo una clarificación por parte del presidente del Gobierno. Y lo ha obtenido: se mantienen las dos grandes minorías que ahora mejor representan la sociedad española. Una de ellas propone enmendar esta última legislatura, aunque quizá no totalmente. Le supera otra que apoya el proyecto del gobierno, pero que no es menos crítica respecto a muchos aspectos de su implementación.
La minoría que sale victoriosa de las elecciones también ha obtenido otra clarificación, muy cuestionada estos años por la oposición. No se puede gobernar España sin sus “periferias” (si aceptamos el léxico geográfico madrileño), menos aún contra ellas. La oposición conservadora, y buena parte del establishment intelectual español, lo olvidan a veces, abominan de ello en otras. Deberán extraer las implicaciones adecuadas: la gestión política de Sánchez, con sus aciertos y errores, redujo la tensión política e institucional en Cataluña (también en el País Vasco), y ha acabado por encoger temporalmente la representación política de sus aliados independentistas. Por eso, la derecha cometió la torpeza de obligar a muchos votantes catalanes a escoger tácticamente entre Santiago Abascal y Salvador Illa. La opción era obvia.
Y a pesar de la clarificación, el escenario final no augura menos tensión. González y Zapatero cayeron después de legislaturas de crispación similares a la actual (algo que muchos jóvenes observadores olvidan). El PP tratará de capitalizar su victoria electoral, y quizá concluya que faltó tensión. Pero aquí se enfrentará a su gran paradoja. Feijóo ha perdido el plebiscito contra Sánchez aplicando la estrategia deslegitimadora utilizada por Isabel Díaz Ayuso. El resultado final no solamente cuestiona su liderazgo, sino también las posibilidades de la presidenta madrileña de hacerlo mejor con la misma receta.
Eso deja mucha responsabilidad sobre el liderazgo político (ahora aumentado) de Sánchez: si la polarización estuvo a punto de llevárselo por delante, sería extraño seguir dejándose llevar por ella. La clarificación no ha sido la victoria de unas Españas sobre otras, sino la constatación de que ninguna puede prevalecer indefinidamente.
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