Los ayudados
A nadie le parece mal que el Gobierno movilice en un año 2.300 millones de euros para la industria del automóvil, pero convendría recordar que el presupuesto total del Ministerio de Cultura solo llega a los 1.800 millones
El último paquete de subvenciones a las empresas automovilísticas que ha lanzado el Gobierno español alcanza los 560 millones de euros. En teoría están destinadas a impulsar la fabricación de coches eléctricos. Nunca estas ayudas sufren la descalificación política o periodística, pues responden a una estrategia industrial que promueve incentivos al empleo y la transición tecnológica. Dejaremos para otro día estudiar si la dependencia de lo eléctrico no es un parche para dejar atrás la dependencia del petróleo y si acaso convendría encontrar una idea más ambiciosa para corregir nuestra posición. Lo que es muy saludable es apartar de la trifulca política aquellas acciones que apuntan hacia avances, por pequeños que sean. Un país se construye con el destino de las ayudas sumado a los esfuerzos particulares. Lo sorprendente es que cuando esas ayudas, incluso de muchísima menor cuantía, se destinan a incentivar la inversión y la potencia de cualquier actividad artística reciben el reproche de una parte de la sociedad. Ahí es donde se produce la incoherencia, que no tiene más razón que una perpetua intoxicación mediática.
Hemos vivido una campaña electoral de enorme polarización que vuelve a utilizar argumentos rácanos. En ella además se han mezclado casos de censura, persecución, manipulación, siempre alrededor de figuras de la canción y el teatro. Políticos que reciben subvenciones acusan a quien los critica de subvencionados con demasiada facilidad. Como yonquis que te llamaran a ti drogadicto a gritos al cruzarte con ellos. Los sectores artísticos cumplen un papel estratégico y encarnan la vitalidad de un país. Resulta un poco inconsecuente pensar que un coche nos representa mejor que Rosalía o Rozalén, pero aún es más estúpido no tener en cuenta que la rentabilidad artística se acompaña de un valor industrial que merece la defensa abierta. Este complejo les golpea a muchos padres que ven a sus hijos inclinarse hacia profesiones artísticas y tienen que escuchar la monserga de que aquello ni es productivo ni crea riqueza ni es mínimamente serio.
Es tal el señalamiento constante que muchos jóvenes han adquirido también la costumbre de denunciar las subvenciones como si eso les convirtiera en más valerosos defensores del libre mercado. Ignoran que sus ideas no responden a un análisis pausado, sino que son producto de una febril manipulación. Nadie les señalará con asco las últimas subvenciones a la automoción ni a las industrias del turismo, estas se limitan a ser fragantes representaciones del esfuerzo empresarial. Poco conocen, por ejemplo, del nivel de incentivo que un país como Estados Unidos concede a sus industrias del entretenimiento, verdadero sector estratégico que enseña el músculo mundial cuando coloca acríticamente su producto como ahora ha hecho con la muñeca Barbie. A nadie le parece mal que el Gobierno movilice en un año 2.300 millones de euros para la industria del automóvil, pero convendría recordar que el presupuesto total del Ministerio de Cultura solo llega a los 1.800 millones. Más que nada para cuando algún padre vea flaquear la vocación sincera de sus hijos, o peor aún, cuando vea a estos repetir las mamarrachadas escuchadas en cualquier tertulia apresurada. En el reparto de mandobles también se agradecería un porcentaje estricto, no vaya a ser que se note demasiado la mala intención tras la mentira.
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