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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Así son las campañas

Hemos alcanzado el punto en que la mentira ya no se cuestiona, sino que se aprecia si es entonada con fe y vehemencia

Anaut, retratado en 2018.
Anaut, retratado en 2018.PABLO MARTIN (EFE)
David Trueba

A la reciente muerte de Alberto Anaut, agitador cultural a través de PHotoEspaña y La Fábrica, tengo que añadir un apunte personal de agradecimiento. A comienzos de 1997, cuando Anaut dirigía un magazine dominical en prensa, contactó conmigo sin conocerme y me propuso escribir una columna semanal en su suplemento. Fue el primer impulso para colaborar en prensa de manera regular, pues hasta entonces sólo azuzaba mi vocación de periodista para que no quedara sepultada por la carrera en el cine y la literatura. Con los años, los artículos de prensa me permitieron liberarme de ataduras. Combinar tres profesiones distintas te permitía un alto grado de libertad en cada una de ellas, pues de ninguna de las tres eras del todo dependiente. Pero sobre todo, me permitía acotar mis opiniones al ejercicio del articulismo, despejando las películas y las novelas de toda tentación de intervenir en los debates públicos con ellas. Es decir, esquivar las películas coyunturales y las novelas de tesis en favor de la desengañada mirada de quien sigue a pies juntillas la máxima de Groucho de jamás pertenecer a un club que le admita como miembro.

Pese a todo, uno de los grandes absurdos de los escritores es la frecuente identificación de nuestra persona con nuestros personajes. Como si existiera una incapacidad para proyectar la ficción más allá de la ramplona etiqueta del basado en hechos reales. Todo está basado en mayor o menor medida en hechos reales, incluso los sueños, y por supuesto la ficción. Pero es precisamente romper los límites de lo real en lo que consiste la libertad creativa. Una columna, como su propio nombre indica, es un sustento arquitectónico del edificio cotidiano. Una novela, por el contrario, es un río sin otra obligación que su cauce imaginario. Por suerte nunca he escrito novelas de crímenes, así que nadie me ha imaginado con las manos manchadas de sangre en mi vida real, pero en otra suerte de personajes han tendido a identificar el sujeto ficticio con el propio escritor. El momento más feliz es cuando en mi última novela, Queridos niños, me recreé en un nocivo y abrasivo asesor político sin escrúpulos y gozaba del desconcierto de quienes trataban de adivinar quién era yo en todo eso.

Precisamente esa novela retrataba una campaña electoral en el año 2023, cuando la pandemia ya no se mencionaría, el procés catalán sería una nota al pie y el terrorismo un recurso rentable pese a su inexistencia. Y lo que se reconocía es esa capacidad de los partidos conservadores, tras un rosario de escándalos judiciales y tramas de corrupción, para presentarse renovados y limpios con apenas cambiar dos caras de los cromos. La incomodidad de la novela radicaba en reflejar esa verdad sin poner el grito en el cielo. La pureza, la bondad, lo angélico han perdido el sitio en la política profesional tan teatralizada. Hemos alcanzado el punto en que la mentira ya no se cuestiona, sino que se aprecia si es entonada con fe y vehemencia. A eso le llaman debate. En los artículos lidias con la realidad agreste. Pero es en la ficción cuando la fiesta de la complejidad humana se puede servir para derribar certezas, sin duda la mayor de las rebeldías posibles. Gracias de nuevo, Alberto.

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