Excesos
Los estados de ánimo nunca han estado tan divorciados como ahora de los indicadores económicos. No queda ni rastro de “la gran moderación”
En recuerdo de Emilio Ontiveros
Es difícil encontrar otra ciencia social como la economía en la que las opiniones sean, a veces, tan opuestas. Unos son partidarios de subir los tipos de interés cuando otros consideran que utilizar esa política monetaria para controlar los precios es una desgracia. Unos entienden que el problema principal es la inflación cuando los otros temen que vaya a serlo una recesión. Unos, en fin, defienden que la economía “va como una moto” apoyándose en datos como el empleo y el crecimiento, mientras sus contrarios manifiestan que la situación es temible basándose en los porcentajes de deuda y de déficit o en el coste de las hipotecas.
¿Por qué es tan extremo el disenso económico? Por al menos dos circunstancias: porque muy a menudo se utiliza la economía como ideología y porque los instrumentos de medición de la realidad se han quedado obsoletos en muchos casos. Así se genera una abierta discrepancia entre el aluvión de datos macroeconómicos positivos sobre la marcha de la economía y la persistencia de las difíciles condiciones de vida de muchos ciudadanos.
A esta última cuestión dedicó Emilio Ontiveros algunas de sus últimas reflexiones. En su libro Excesos. Amenazas a la prosperidad global (Planeta), publicado en 2019, escribe que los indicadores macroeconómicos nunca han estado tan divorciados de los estados de ánimo de la gente. Las personas contemplan con escepticismo las afirmaciones basadas únicamente en los registros estadísticos, y con razón muchos las consideran un lenguaje velado que acaba distrayendo de los verdaderos problemas de la mayoría de la población. Ontiveros se une así a las preocupaciones de un grupo amplio de científicos sociales (Stiglitz, Amartya Sen, Fitoussi, etcétera) que desde hace tiempo han trabajado sobre los procedimientos para medir la vida y para conocer mejor las limitaciones del producto interior bruto (PIB) como indicador del progreso.
Ellos y otros cuantos desarrollaron la premisa de que no cambiaremos nuestros comportamientos a menos que se transforme el modo en que se miden los resultados económicos. Si no se quiere que nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos y nietos se vea marcado por todo tipo de desastres financieros, económicos, sociales y, cada vez con más frecuencia, climáticos, hay que variar la manera de vivir, consumir y producir. Así es como se ha creado la brecha entre el experto, seguro de sus conocimientos, y el ciudadano cuya experiencia de la vida no concuerda con la historia que cuentan los datos del primero. Esta brecha es crecientemente peligrosa porque la gente acaba por asumir que también la están engañando en las cifras oficiales. No hay nada más destructivo para la democracia. Escribe Ontiveros en el libro citado: “Cuando hablo del deterioro de las condiciones de vida no me estoy refiriendo solo a los indicadores macroeconómicos convencionales que dan cuenta del comportamiento de una economía, sino a situaciones que la métrica al uso no acaba de captar en toda su amplitud. (…) La mayoría de las economías crecieron e incluso el empleo se ha reducido, pero mucha gente no percibe que esa recuperación de la crisis haya mejorado sus condiciones de vida. El temor, la desconfianza, la inseguridad siguen instalados en el estado de ánimo de amplios segmentos de la población”.
Así, una de las razones por las que una parte de la ciudadanía percibe que está peor es porque efectivamente está peor. Ahora conocemos con mucha más nitidez que en 2019 que un sistema de medición que preste poca atención a la emergencia climática en todas sus manifestaciones (sequías, inundaciones, temperatura, contaminación, etcétera) no sirve para conocer la situación de un número creciente de ciudadanos. O que si las desigualdades aumentan mucho en relación al incremento medio del PIB, la mayoría de la población puede encontrarse en peor situación aun cuando su renta media haya crecido. Estas explicaciones han de sumarse a las de los politólogos habituales para tratar de dar sentido a los últimos acontecimientos electorales —no siempre en el mismo sentido— en el mundo entero, incluyendo a España.
Pero esas no son las únicas preocupaciones científicas del autor de Excesos. El libro se escribió en los finales de la principal crisis financiera desde la de los años treinta del siglo pasado, poco después de que el antiguo presidente de la Reserva Federal, el reputadísimo economista americano Alan Greenspan manifestase que se encontraba en “estado de conmoción” porque “todo el edificio intelectual se ha hundido”. El texto dedica una buena parte de sus páginas a hacer una autopsia de la Gran Recesión (en la que se descubren irregularidades de todo tipo en las operaciones financieras y en la gestión de las entidades correspondientes, que pusieron los pelos de punta) y al giro que se produce en la globalización. Todavía no habían aparecido en nuestras vidas la pandemia de la covid ni la guerra entre dos países eslavos en el seno de la vieja Europa. Ontiveros se aplica el catalejo largo y observa fenómenos que lamentablemente han aumentado en el último cuatrienio. El contexto en el que se movía el mundo está variando: se está produciendo una nueva Gran Transformación que cuestiona la tercera ola globalizadora de la historia y la sensación de la gente de que vivir mejor no depende solo de lo que haga cada uno sino de factores externos no muy positivos, como son la inseguridad y la vulnerabilidad, lo que da lugar a fenómenos políticos que se creían olvidados. No es fácil encontrar abrigo ante las “mordeduras de una época”, dice citando al gran poeta argentino Juan Gelman. A la desconfianza en la capacidad del capitalismo para garantizar prosperidad a la mayoría, se une el recelo del sistema político (la democracia) entre un número cada vez mayor de ciudadanos.
La globalización está en entredicho. Y quienes la cuestionan en mayor medida no son los países con economías más vulnerables, más necesitadas de protección, sino los más ricos como los Estados Unidos del “América primero” y la Gran Bretaña del Brexit. El mundo vivía una gran fase globalizadora, que comenzó en 1989 con la caída del muro de Berlín. Sus dos primeras décadas presenciaron un crecimiento más que aceptable no solo por la intensidad de los intercambios financieros y comerciales (no así por los movimientos de las personas, cada vez con más impedimentos) sino también por una revolución tecnológica con mayor profundidad que en cualquier otro momento de la historia.
Esas dos décadas se denominaron “la gran moderación”, en las que los ciclos económicos parecían estar controlados y algunos académicos relevantes se atrevieron a mantener el fin de las recesiones como equivalente económico al fin de las ideologías fukuyamistas. Hoy sabemos que no ha sido así y la “gran moderación” concluyó abruptamente en el verano de 2007. Los fundamentos de la organización política y económica surgida tras la Segunda Guerra Mundial están siendo torpedeados desde entonces.
Necesitaríamos de la sabiduría de Emilio Ontiveros para ayudar a corregir el rumbo.
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