Bob Dylan y la mayoría de edad
El artista, cuya actuación en el festival de música de Newport en 1965 defraudó a sus seguidores, ayudó con ello a la música popular a entrar en los tiempos modernos. Hay finales que son los verdaderos comienzos
Sostenía el pensador Gilles Deleuze que los tiempos modernos no comenzaron a la vez en todas partes ni en todos los ámbitos. En la Física, la concepción moderna del tiempo nació en el siglo XVII, pero en la filosofía no se impuso hasta el siglo siguiente, y esa misma revolución no llegó al cine hasta el siglo XX. Entonces, a diferencia de las cintas de acción, en las cuales el héroe era siempre capaz restaurar el orden alterado, apareció un tipo de narración cinematográfica en la que, como en las películas de Orson Welles y en las del neorrealismo o la nouvelle vague, la adversidad es de tal magnitud que ningún héroe puede volver a poner el mundo sobre sus pies como hizo aún Hamlet, aunque fuese a costa de su vida. Quizá por eso parecía que en esas historias no pasaba nada: todavía se recuerda el alboroto de los espectadores que asistieron en Madrid al estreno de Alphaville, de Jean-Luc Godard, atraídos por la reputación de su protagonista, Eddie Constantine, y se encontraron con una intriga imposible de desenlazar.
Yo añadiría que, en el terreno de la música popular, la experiencia moderna del tiempo se abrió paso el 25 de julio de 1965, en el festival de música folk de Newport, en Rhode Island. La figura de referencia del festival era, indiscutiblemente, Pete Seeger, inventor con Woody Guthrie de la música folk y autor de una canción titulada Turn, turn, turn, una versión cantada del capítulo tres del Eclesiastés. Se trataba, por tanto, del tiempo cíclico, estacional, el ciclo-sin-fin que evocaba Elton John en El Rey León y que no solo se refiere a los distintos “tiempos” del año, sino también a la división del mismo en días laborables y fiestas de guardar, y contiene, por tanto, el calendario de culto. El tiempo antiguo, a pesar de su eterno retornar, está lleno de desajustes, a veces tan crueles y catastróficos que se necesita la intervención de la violencia divina para volver a poner las cosas en su sitio y asegurar la regularidad del ciclo. No en vano, Seeger es también el autor de “la canción del martillo”, el martillo de la justicia, que es justamente el de la cólera de los dioses que viene a reajustar esos trastornos puntuales.
Seeger era la auctoritas del festival, pero la estrella emergente era Bob Dylan, también aficionado al espíritu bíblico, pero al que perdieron las malas compañías (en agosto de 1964, en una habitación del hotel Delmonico de Nueva York, se había reunido con los Beatles, que estaban de gira en América). Contra su costumbre, aquel día Dylan salió al escenario acompañado de un cuarteto electrificado y cantó una canción que rompía con todo lo que los seguidores de la música folk esperaban de él: Like a Rolling Stone. Aparte del retorno a la escenografía del rock —Pete Seeger se levantó durante la canción pidiendo un hacha para cortar los cables de los amplificadores—, lo importante era que la canción estaba cuidadosamente construida para decepcionar al público que esperaba escuchar a un profeta, a un heraldo de la voz de Dios o a un guía que les conduciría a la salvación, y que se encontró con un músico desenfadadamente vestido que les dejaba solos ante el peligro de un tiempo vacío e infinito del que había desaparecido todo vestigio de divinidad. El abucheo fue sonado.
Cuando Martin Scorsese realizó en el año 2005 No Direction Home, su documental sobre Dylan, hizo que la película terminase justamente con una interpretación de esa misma canción del 17 de mayo de 1966, en el Free Trade Hall de Manchester, en la que uno de los asistentes le gritó: “¡Judas!” (que es como entonces decían facha los anglosajones). A primera vista, la de Scorsese parece una decisión extraña: ¿por qué acabar su biografía artística con una actuación de cuando tenía solo 25 años? Sin embargo, yo diría que es una buena idea. Dylan ha hecho, después de esa fecha, importantísimas contribuciones musicales de valor indiscutible, pero aquella fue su aportación cardinal a la cultura popular de su tiempo, no solamente porque ayudó a la música popular a entrar en los tiempos modernos, sino porque fue un esfuerzo pocas veces igualado para llevar a una generación sinceramente interesada en el progreso cívico hasta la mayoría de edad (algo suficiente para merecer el premio Nobel, aunque es una lástima que no haya uno de música), una prueba que podría compararse a la convocatoria del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN por parte de Felipe González en 1986 y a su defensa de la entrada de España en la Alianza —seguro que más de uno le gritó “¡Judas!”—, que fue la oportunidad para la transición a la vida adulta de los votantes españoles; y asumir la mayoría de edad es siempre algo doloroso y antipático, pero absolutamente necesario y muy de agradecer.
Quizá estos “finales” (como el de la película de Scorsese) son en realidad los verdaderos comienzos. Hablamos a menudo de la humillante dependencia de los reyes y los papas que durante siglos han tenido que soportar los artistas, cautivos siempre del “encargo” de la nobleza o del alto clero para poder sobrevivir, y obligados por ello a satisfacer las necesidades, expectativas y gustos de sus clientes. Pero el artista popular que se convierte en un fenómeno de masas como se convirtió Dylan, cuyo éxito comportaba la asunción de que transmitía un mensaje religioso, político y moral de liberación para su público, se exponen a un avasallamiento, si no idéntico, de la misma familia que el de los artistas premodernos. Sin duda, su audiencia permanece cautiva del ídolo al que adora y al que está dispuesta a aplaudir sin límites, pero no sin condiciones. El artista convertido en estrella también queda cautivo de ese público al que ha de alimentar con el mensaje de salvación que de él se espera. La rebelión de Dylan contra ese cautiverio significó la entrada del público de la música popular en los tiempos modernos y, por ello, en la mayoría de edad de quien tiene que aprender a liberarse de sus tutores y a pensar por sí mismo. Claro está que una parte de su público, la más fidelizada al mensaje de salvación, abandonó a Dylan para siempre aquel día. Pero la parte del público que, incluso decepcionada, siguió atendiendo a su obra, así como el público que después se fue sumando a su escucha, era ya un público perfectamente moderno de ciudadanos anónimos que, más allá de toda confesión, se reconocían en aquel tiempo cuyas únicas estaciones eran las de servicio. Y a lo mejor por eso hay que agradecerle también el gesto de su nueva gira de no complacer a sus seguidores con una retrospectiva y hacer que enfunden sus teléfonos móviles como un requisito para que se conviertan genuinamente en un público adulto.
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