Lo que no hace falta entender en las películas de Godard
Para el cineasta francés, el cine no era un canal para hacer circular ideas sino una herramienta para atreverse a pensarlas
A menudo, desde unas posiciones o desde las contrarias, se ha despreciado el hermetismo de Jean-Luc Godard, el cineasta francés fallecido este martes a los 91 años. Pero en realidad ese reproche implica un elogio mayor. El hermetismo, cuando es relevante, es una de las marcas del mejor arte de nuestro tiempo. Van Gogh —a quien tanto admiró—, Le Corbusier o Cage fueron herméticos. Kafka, Pessoa y Woolf también. No importa si unos fueron relativamente bien comprendidos por su época y otros solo lo serán del todo por la posteridad. Los artistas nunca trabajan para su época ni son solo de su época. Sus contemporáneos son los muertos y quienes no han nacido aún.
En el plano del presente, de hecho, solo unas pocas de sus películas quedaban a mano. Antes su nombre y su cine habían sonado algo más, nunca tanto su cine como su nombre. A los cinéfilos de mi generación nos tocó descubrirle en los libros o, quien tuvo más suerte, al azar de la televisión o el vídeo, más tarde de internet. En una casete prestada por José Ángel. En las clases de Paulino. En las traducciones y entrevistas de Miguel. En los gestos de Miriam. En la conversación con Pablo y Manuel.
En mi caso, fue en una película grabada sin mucho conocimiento de causa, en el Cine Club de La 2, a principios de los noventa: Nouvelle vague. Aquello lo cambió todo. El cine podía ser también eso. Y, sin embargo, aquello que el cine podía llegar a ser no era algo dado, que se entendiera a la primera. O quizá es que no era algo para ser entendido. Quizá no se trataba de entender sino de ver y escuchar. (¡Y qué esplendor de sonidos! La banda sonora de aquella película, esa precisamente, con todos sus ruidos, voces y músicas, sería editada en dos discos por el sello ECM, haciendo caso a su autor, que había asegurado que la película estaba hecha para poderse ver toda ella sin sonido o escucharse sin imágenes).
Había que empezar por ver y escuchar porque para lo que estaban hechas las imágenes no era para entenderlas —de hecho, poco había que entender en ellas mismas, mucho entre ellas— sino para hacernos pensar. Los planos podían tener una cualidad distinta a los de las otras películas. No tenían por qué estar cerrados, orientados hacia sí mismos, enroscados como quien disimula sus defectos o es vencido por el miedo. El cine podía ser una herramienta de apertura y de relación, de comparación y análisis. Como en la literatura o el arte, como en los más hondos empeños de la imaginación, la cuestión no eran las ideas. En el otro cine había ideas, demasiadas incluso, pero en las películas de Godard —en eso había tendido a estar cruelmente solo, sobre todo en los contextos más ideologizados por los que pasó— las ideas no eran el punto de partida sino el de llegada. El cine no era un canal para circular con ellas sino una herramienta para atreverse a pensarlas.
Aquella manera de hacer no resultaba fácil a la primera, era un poco oscura, pero de una oscuridad apasionante. En la frondosidad de las copas de los árboles de aquella película, Nouvelle vague, o en el fondo negruzco de su lago, había una luz y una música. O en aquella lamparita barata, de las de todo a cien y no de anticuario, con la que perfilaba a contraluz una figura pensativa, sentada al borde de una cama. La cabeza se activaba no a cada plano sino a cada cambio de plano. No se sabía exactamente lo que nos estaba queriendo decir pero, por cómo lo decía, tenía que ser justo. Aquello podía entrañar algunos riesgos y él era el primero en aceptar los relativos fracasos. A pocos escuchó tanto como a quienes, en vez de elogiarlo, sabían criticarlo. También admiró a muchos. En sus entrevistas, estaba siempre dispuesto a dar los nombres de los cineastas cuyas películas había descubierto hacía poco. “Sé que en la casa del cine”, cito de memoria, “no me corresponde una habitación principal. Esas habitaciones están ocupadas por otros, por Griffith y Welles. A veces son habitaciones compartidas, pero también sé que formo parte de esa casa”. En esas habitaciones, en otro plano que el de la actualidad, Godard está un poco más vivo que ayer y cabe esperar que mañana sea mejor comprendido que hoy. Igual que cabe a la posteridad comprenderle mejor de lo que él se comprendió a sí mismo. Algunos estamos convencidos de que en la casa del cine le toca una habitación mejor que la que él esperaba, muy cerca de sus amados Rossellini y Ray.
Manuel Asín es coordinador del área de cine del Círculo de Bellas Artes de Madrid y director artístico del Festival Punto de Vista.
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