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Tribuna
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Silvio Berlusconi: una historia italiana

El berlusconismo nació contra los elitismos, la vieja clase política, los viejos potentados económicos y la vieja élite intelectual. Su revolución blanda convirtió la publicidad comercial en el lenguaje universal y sustituyó al ciudadano por el cliente

Scurati 14 junio
QUINTATINTA (FOTO: GETTY)
Antonio Scurati

Una historia italiana. Ese era el título de un folleto que Silvio Berlusconi envió a millones de hogares en vísperas de las elecciones de 2001. Y tenía razón. Su historia, sin duda, es muy italiana. Pero no solo. La fantástica parábola existencial, empresarial y política de Silvio Berlusconi, contemplada con la mente lúcida y sin lágrimas, presagia el destino histórico de las democracias occidentales en este nuevo siglo y milenio.

No hay duda de que Berlusconi fue el italiano más influyente de la segunda mitad del siglo XX (Mussolini lo fue de la primera). Es decir, el hombre que más influyó en las costumbres, los valores y las representaciones colectivas de un pueblo. Vamos a dejar, pues, que otros reconstruyan los hechos y cuestionemos los relatos. Empezando por los años ochenta, una década que duró los treinta años que abarca la era de Silvio Berlusconi.

Los años ochenta de Berlusconi empezaron en la oscuridad de los setenta, en ese inquietante y siniestro espacio en sombra —que todavía hoy existe— sobre el origen de su fortuna económica como empresario de la construcción. En cambio, la década siguiente trae la luz, una luz azulada, artificial, doméstica. En los hogares italianos brilla una luminiscencia que promete una nueva vida, ligera, acomodada, despreocupada, de disfrute. Es la luz de un tubo de rayos catódicos que dice que la Cuaresma ha terminado. La llegada de las televisiones privadas de ámbito nacional, inauguradas precisamente en 1980 —no es casual que fuera con un torneo de fútbol—, dicta también simbólicamente el final de los plomizos años setenta. Se acabaron la política, las ideologías, los proyectos revolucionarios que culminaron con la sangre de demasiados muertos. Ha llegado la hora de liberarse, del reflujo, de un presente eterno, de un futuro que no promete nada y que, por tanto, cumplirá su promesa. Y tras la Cuaresma comercial y televisiva, propagada en el mundo redimido por las cadenas de Fininvest, no llega la Pascua, sino un nuevo Carnaval. Un periodo de absoluta locura compulsiva, de desenfreno hedonista y consumista alimentado por la fantasmagoría mercantil. El comunismo había prometido que todos tendrían cubiertas sus necesidades y el berlusconismo garantiza el lujo para todos, la multiplicación exponencial de los deseos satisfechos.

¿De dónde sacaremos el dinero para hacerlo realidad? No hay problema: se creará por sí solo. Es el delirio del marketing multinivel. La idea es sencilla: si uno es simultáneamente comprador y vendedor de un producto y luego convence a diez amigos para que hagan lo mismo, y ellos convencen a otros diez, y así sucesivamente, pronto será rico. Todos lo seremos. La multiplicación es algebraica, el consumo se puede expandir hasta el infinito, la vida es maravillosa. Basta con creer en ello, tener fe, ser optimista. Optimismo equivale a consumismo. Esta es la fórmula del éxito, la piedra filosofal del crecimiento infinito, el mantra de la democracia de masas.

Sí, porque esta vez, el paraíso debe estar realmente al alcance de todos. El berlusconismo nace oponiéndose a los elitismos, a la vieja clase política, los viejos potentados económicos, la vieja élite intelectual. Silvio Berlusconi proclama que es un hombre del pueblo para el pueblo, siempre que el pueblo renuncie a sí mismo. Su revolución blanda convierte la publicidad comercial en el lenguaje universal y sustituye al ciudadano por el cliente, mientras que sus televisiones inventan un nuevo tipo de comunicación que, tras abandonar cualquier intención pedagógica, triunfa gracias a la simpatía, la proximidad, la horizontalidad, el flujo en el que estamos siempre inmersos sin mojarnos jamás. Los presentadores de los programas de Berlusconi nos repiten sin cesar que son “uno de los nuestros”, que están en nuestro mundo, hablan de lo que consumen y consumen los productos que anuncian. No tienen nada que enseñarnos; nos dicen constantemente que no hace falta que estudiemos, crezcamos ni evolucionemos, que estamos bien como estamos, que por fin podemos ser nosotros mismos. Ellos están ahí solo para distraernos, entretenernos y divertirnos. Ahora la tele está siempre encendida, emite 24 horas al día, es gratis y es incolora e inodora, como el dinero. ¿Y qué aguardamos mientras nos entretenemos? Nada, nada. Por Dios, no nos compliquemos la vida. Son los ochenta, es sábado por la noche y vamos a una fiesta. Siempre es sábado por la noche y siempre vamos a una fiesta.

La incorporación a la política en los años noventa amplía este relato a todos los ámbitos de la vida individual y social y hace que este sueño milagrero valga para todo. El eslogan electoral lo declara explícitamente cuando anuncia “un nuevo milagro italiano”. Sí, porque hay una cosa innegable: para que funcione, para que seduzca, la visión de Berlusconi debe ser desenfrenada, global y caníbal. La reducción del mundo a la imagen del mundo, la de la vida al autoconsumo y la de la realidad a una mercancía no admite límites. Todo tiene que poder comprarse: futbolistas, votos, diputados, magistrados, financieros, adversarios, mujeres; sobre todo las mujeres. La prueba son los treinta años de guerra abierta entre Berlusconi y la magistratura. Por consiguiente, la inmoralidad descarada es la otra cara de la ilegalidad sistemática. No hay que dejar que ninguna instancia moral interfiera con este lúgubre hedonismo, este optimismo desesperado. Y menos aún que la realidad compita con el sueño. Solo la muerte, tal vez, algún día. Pero para eso hay tiempo.

Este sueño ha tenido un precio muy alto. En los treinta años de hegemonía de la fantasmagoría berlusconiana, la deuda pública se ha disparado, el planeta ha sufrido un terrible calentamiento, Europa ha vuelto a ser un campo de batalla. Por el camino hemos perdido la capacidad de educar a nuestros hijos (nos han sustituido primero la televisión y luego internet) y a nuestros alumnos (al fin y al cabo, ¿para qué sirve el conocimiento?), así como la capacidad de luchar colectivamente por un mañana mejor (la narrativa berlusconiana no admite más que el enriquecimiento individual). Hemos perdido el respeto a la clase política (meros gregarios del Ungido del Señor), a las instituciones democráticas (estorbos en su camino triunfal), a las mujeres (degradadas a la categoría de mercancía) y, por tanto, a nosotros mismos. Al despertarnos del sueño, hemos descubierto que somos unos cínicos y, al mismo tiempo, estúpidos, desprevenidos y escépticos, todo junto: en realidad, ya no creemos en nada, pero nos lo tragamos todo.

Aunque quizá no hayamos despertado. Treinta años de irrealidad berlusconiana son un largo aprendizaje sobre la condición de minoría de un pueblo reducido a una masa. Ahora, esas masas están dispuestas a ceder nuevos fragmentos de sus prerrogativas democráticas a cambio de las promesas consoladoras de los nuevos hombres y mujeres “fuertes”, herederos del cetro populista que fue de Silvio Berlusconi.

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