Notas aclaratorias sobre mi musa
Me gusta como es, con sus penas y sus alegrías, sus ocupaciones y sus ocios, y con sus arrugas en la frente que son igual de profundas que las mías
Pues sí, tengo una musa. Es mujer de más o menos mi edad. Me inspira, pero no lo sabe. Observadora y despierta, seguramente habrá notado que en ocasiones me retiro a un rincón de la casa y allí, mientras finjo entretenerme en tareas ajenas al oficio literario, me dedico con silenciosa discreción a idealizarla. Me gusta mi musa como es, con sus penas y sus alegrías, sus ocupaciones y sus ocios, y con sus arrugas en la frente que son igual de profundas que las mías. A ver, tampoco necesito que me encandile a todas horas. Adorar de sol a sol se me figura una actividad sobremanera fatigosa, equivalente a un martilleo incesante de deseos y emociones que destruye el merecido reposo de los sujetos convivientes, y a mí lo último que me apetece es exponer a mis seres queridos a los embates de una intensidad sin freno. Yo, a mi musa, no la quiero cambiar ni moldear a mi antojo y conveniencia. Mi musa no me gusta cuando calla porque está como ausente. Para estar solo ya me basto yo y, para estatuas, las de las iglesias, los parques y los cementerios, aquietadas en una eterna pasividad de piedra. Le pregunto a mi musa si le importa que de vez en cuando le saque provecho inspirativo. Antes de pronunciarse, ella quisiera averiguar en qué consiste el papel que pretendo asignarle. Agrega que si tiene que vestirse un peplo o posar para mí en paños menores, habría que esperar a más adelante, quizá a las próximas vacaciones, cuando esté libre de trabajo. Le aclaro que es suficiente con que siga siendo como hasta ahora mi compañera sonriente, mi amiga irreemplazable. En tal caso no tiene inconveniente en prestarse al juego. Incluso se siente halagada, pero dice que no se me ocurra airear su vida privada en mis escritos y que, mientras ella se apresta a emitir su hálito incentivador, no olvide vaciar el lavaplatos. ¿Cómo no la voy a divinizar?
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