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LA BRÚJULA EUROPEA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La guerra de Ucrania y los intereses inconfesados de las potencias

Una radiografía de los cálculos estratégicos de los principales actores alrededor del conflicto

Chinese President Xi Jinping and Russian President Vladimir Putin shake hands
Xi Jinping y Vladímir Putin, en Moscú, en marzo.Xie Huanchi (XINHUA / EFE)
Andrea Rizzi

Ha sido una semana intensa para Ucrania, en el terreno diplomático con las palabras de los presidentes de China y Brasil y en el campo de batalla con los misiles de Vladímir Putin contra las ciudades. Se habla de paz, se hace la guerra y detrás de todo hay muchos deseos inconfesados, pero evidentes. Sigue un intento de comprenderlos.

El presidente de China ha llamado por fin a su homólogo ucranio. El régimen busca perfilarse a ojos del mundo, y especialmente del sur global, como fuerza motriz de una pacificación. Su posición retórica es un documento de 12 puntos publicado con ocasión del aniversario de la invasión que no es más que un enunciado de principios que no aporta nada en cuanto a propiciar una negociación. Su posición real dice mucho más que ese documento. Lo que muestra es una potencia que no suministra armas, de momento, a Rusia, pero que tampoco usa su influencia sobre ella para frenar su agresión. Al contrario, le da oxígeno económico, estrecha lazos militares ―incluida una visita de su ministro de Defensa a Moscú― y diplomáticos de varios tipos. En definitiva, no es un actor neutral, sino claramente alineado con Rusia. ¿Cuál es su cálculo estratégico? Probablemente que no quiere ningún resultado que sea dañino para Putin, ninguno que sea positivo para Occidente, que permita una integración de Ucrania en ese ámbito democrático y geopolítico, lo que sería un gran éxito para el polo occidental. Le conviene que EE UU siga enredado en Europa, le encantaría poder abrir una fractura entre la UE y EE UU en medio de una fatiga bélica y no le disgusta contar con petróleo y gas baratos de Rusia.

El presidente Lula también ha sido protagonista esta semana con sus intentos de promover la paz. Su acción, por supuesto, es merecedora de una atención totalmente diferente de la que corresponde a los movimientos del régimen chino. La paz queda a años luz, pero merece elogio en abstracto el intento de buscarla y es bueno que lo haga un demócrata. Naturalmente, el problema es cómo. Su planteamiento retórico resulta indigesto para muchos en los países democráticos, lo que ha herido su carisma. Junto a las palabras de paz, ha emitido muchas otras, según las cuales armar a Ucrania para que se defienda significa para él echar leña al fuego más que evitar el triunfo de una dictadura agresora; según las que Zelenski es igual de responsable que Putin de la guerra, y dos no pelean si uno no quiere. Esto es lo que él ha dicho, y lo que no dice también pesa. En una entrevista concedida a este diario, Lula pronunció vibrantes palabras de defensa de la democracia ante la amenaza de la ultraderecha, pero evitó incluso la más mínima y velada de las críticas al opresor régimen chino, escurriendo el bulto en una pregunta que le interpelaba sobre esa cuestión. ¿Cuál es su cálculo estratégico? Cabe pensar que ese silencio ―y todo lo que se ha desprendido de su visita a Pekín― habla más de su gran interés en afianzar la relación con China que de una prudencia por cuestiones relacionadas con la guerra de Ucrania.

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Por otra parte, el protagonismo en esta iniciativa de paz responde probablemente a la voluntad de avanzar la posición internacional de Brasil, afianzándolo como potencia media, sumando crédito para un reajuste de su papel y peso en instituciones internacionales, situándolo como referente en el sur global. Todo ello es legítimo. Nada de ello descalifica su acción. Simplemente, conviene tenerlo en cuenta.

EE UU, cómo no, también tiene sus cálculos no explicitados. Cabe intuir que le interesa el inmenso desgaste de un adversario como Rusia en un conflicto en el que Washington no sufre bajas, le conviene ese sentimiento de crisis que tiende a cerrar las filas de sus alianzas en el mundo, no le disgusta el gran chute para las exportaciones de gas a Europa. Son todas asunciones muy creíbles. Ello, sin embargo, no equivale a decir que esta guerra convenga sin más a sus intereses. Como mínimo, preferiría no tener que estar pendiente de tragedias en Europa cuando lo que realmente le preocupa es enfocarse en China.

El sur global también, por supuesto, tiene sus cálculos no declarados abiertamente en este escenario. Se trata de un conjunto heterogéneo de países que han sufrido los desmanes de las potencias del norte durante mucho tiempo. Desde cualquier punto de vista es innegable que merecen un nuevo reconocimiento en el orden mundial. Ello no es incompatible con el hecho de que muchos de ellos desarrollen reflexiones estratégicas en frío, puede que con un punto hipócrita, ante una invasión que no es otra cosa que una guerra colonial, y ante el gran pulso de superpotencias EE UU / China. En ambas dinámicas, las grandes potencias buscan aliados. Todos calculan hoy cómo, en qué posición, sacar más ventaja, arrimándose a uno, a otro, haciéndose desear en un punto intermedio. Mención específica dentro del laxo concepto de sur global merece la India, que refuerza su perfil, se codea con Occidente ante China, compra petróleo barato a Rusia y trata de erigirse en referencia en esa heterogénea galaxia, con un tamaño que le da mucha ventaja frente a Brasil, y con una calidad democrática en fuerte erosión.

Queda la UE. ¿Cuál es su deseo oculto? Difícil decirlo. No porque tengamos una catadura moral superior a los demás, sino porque tenemos 27 puntos de vista diferentes, en fatigoso proceso de armonización. Se ha logrado una reacción unitaria y bastante eficaz a la agresión rusa. Vamos elaborando la reflexión sobre cómo interactuar con China y, en definitiva, dónde situarnos en el tablero global. Hemos dado pasos adelante, pero todavía estamos lejos de tener una auténtica visión estratégica compartida. Por tanto, tampoco tenemos deseos ocultos que puedan ser definidos.

Tienen razón quienes dicen que no es sabio polarizar el mundo entre un bloque de democracias y otro de autocracias de forma radical. Es necesaria y posible la cooperación en multitud de asuntos, y una confrontación ideológica miope quemaría un precioso espacio de colaboración pragmática que no tiene por qué desaparecer. Incluso en cuestiones como la guerra de Ucrania se puede y se debe dialogar, en búsqueda de soluciones, con quienes ―aunque sean regímenes autoritarios― reconocen elementos básicos del derecho internacional como la soberanía e integridad territorial de los Estados.

Pero precisamente ese valor, el derecho internacional, más allá de una contraposición maniquea de democracias y regímenes, es lo que exhorta a una gran prudencia y un enorme escepticismo ante Rusia, flagrante violador, y China, no solo represora en casa, sino además asertiva en límites preocupantes en aguas disputadas. Ambas abogan por un cambio de orden internacional que asusta al querer relativizar los derechos humanos. Todo esto no puede obviarse. Por supuesto, EE UU y otros países occidentales acumulan graves atropellos de la legalidad internacional en el pasado. Los errores del pasado merecen todo el reproche, pero no una especie de tolerancia de compensación presente para nuevos atropellos. Por ello, sin ni siquiera entrar en las oscuridades nacionales de la autocracia represora de Putin, se hace muy difícil sentarse a negociar una paz mientras el Kremlin ocupa militarmente una parte todavía muy grande de Ucrania y los agredidos siguen queriendo luchar para echar al invasor. Obtener un premio de ese calado a través de la fuerza bruta sería un antecedente peligrosísimo para todo el mundo. Por ello, quizá sea demasiado pronto. Eso, quizá, sea lo que diferencia la iniciativa muy escénica de Lula de los planteamientos más discretos de otros.

Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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