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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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De Natalia Ginzburg y Giorgia Meloni

En Italia emerge el espectro de la islamofobia. Hay que vigilar de forma implacable. El pasado retratado por la escritora, el recuerdo del origen de la República, es de ayuda

La escritora Natalia Ginzburg y el editor Giulio Einaudi, en Mantua, en 1988.
La escritora Natalia Ginzburg y el editor Giulio Einaudi, en Mantua, en 1988.Leonardo Cendamo (HULTON ARCHIVE / Getty Images)
Andrea Rizzi

Citaba Manuel Jabois en su columna de opinión de esta semana una extraordinaria anécdota de Léxico Familiar, de Natalia Ginzburg, que recuerda la rocambolesca fuga a nado a través de un río, con el abrigo puesto, de uno de sus hermanos, detenido con propaganda antifascista cerca de la frontera italo-suiza, en el marco de la terrible deriva del régimen de Mussolini y en vísperas del horror de la guerra y el Holocausto. Venía muy a cuento la anécdota de Ginzburg en esa columna, y viene también muy a cuento su libro para reflexionar sobre la Italia y la Europa de hoy.

Léxico familiar no es solo la historia de la familia de la autora. Al trasluz, se ve la infame Italia fascista y el nacimiento de una nueva Italia, sin duda manchada de oscuridades, pero también portadora de luces admirables. Aparecen en ese universo estrellas inspiradoras. El marido de Natalia, Leone, gran fuerza motriz antifascista, muerto en una cárcel tras ser torturado por los nazis; el padre, de carácter brusco, pero científico maestro de tres futuros premios Nobel (Rita Levi-Montalcini, Renato Dulbecco y Salvatore Luria); Cesare Pavese, faro literario para tantos; editores ilustrados (Einaudi), grandes industriales (Olivetti), partisanos y políticos relevantes conocidos todavía con pantalón corto (Giancarlo Pajetta) o ya de adultos (Filippo Turati) y mucho más de ese núcleo que fue parte esencial de la fundación de la Italia democrática, republicana, antifascista, moderna y europeísta.

El libro viene a cuento para recordar de dónde venimos y ayudar en la tarea de vigilancia ante las actuales vicisitudes políticas. Es estéril el debate acerca de si el principal partido en el poder en Italia hoy —Fratelli d’Italia, dirigido por la primera ministra Giorgia Meloni— debe ser definido como posfascista o con otros prefijos que lo conecten a esa experiencia pasada. Estamos ante una realidad nueva, propia del siglo XXI, con características originales. Y lo único que importa es vigilar objetivamente lo que ocurre. De momento, la coalición en el poder no ha emprendido maniobras significativas de erosión de la democracia, no ha impulsado rupturas eurófobas o aprobado medidas socialmente retrógradas de calado desgarrador. Pero, en estos días, ha aflorado el espectro de un reflejo terrible, que de alguna manera conecta con ese turbio pasado, con declaraciones de un ministro que sostuvo que no se puede “ceder a la idea de la sustitución étnica”. “Son palabras que tienen el sabor del supremacismo blanco, nos retrotraen a los años treinta”, dijo la líder opositora, Elly Schlein. Los años de la primera parte de Léxico familiar.

Se pueden montar contorsionismos retóricos de defensa de ese tipo de declaraciones, sostener que no implican racismo. Pero cualquier mente racional y honrada ve perfectamente su peligro y el monstruo que alimenta. Hoy, permanecen execrables bolsas de antisemitismo en Europa. Pero más extendida e inquietante es otra pulsión que es la que está detrás de esa política y que tiene un nombre muy claro: islamofobia.

En plena tensión por el resurgir de las llegadas irregulares de inmigrantes, aflora en Italia ese discurso con sabor a Zemmour y del que no parece muy alejado el ideario de Vox y otros partidos similares. Hay que cortarlo en seco, y la UE tiene un papel clave. En el caso de Italia, la UE ejerce un claro influjo moderador por la vía de las palancas económicas, con una Roma consciente de que no puede permitirse salidas que perjudiquen el apoyo de Bruselas y Fráncfort. Esa influencia de contención debe ser proyectada sin duda al área migratoria e identitaria. El problema es que el PPE se halla en plena maniobra para normalizar las relaciones con la ultraderecha, o al menos con los segmentos aparentemente más aseados de ella.

Dante, el gran poeta cristiano, no tuvo ninguna duda en incluir a los musulmanes Averroes y Avicena en ese lugar mágico que crea para los magnánimos en el IV del Inferno y que tanto amaba Borges, cuya patria fue destino de multitud de italianos en esas décadas en las que emigraban en masa hacia tantos países, sin papeles. Hay pasado del que aprender, la UE es eso, y conviene mantener vivo el ejercicio.

Además de la anécdota recordada por Jabois, hay otras extraordinarias en Léxico familiar. En una de ellas, Natalia Ginzburg recuerda las horas posteriores al arresto de Leone en una tipografía clandestina. El angustioso paso del tiempo en la casa de Roma, cerca de Piazza Bologna, con los niños, sin que se produzca el regreso del marido, un vacío que va confirmando los peores presagios. Hasta que llegó ahí Adriano Olivetti, para decirle que marchara inmediatamente, que no estaba segura en ese piso. “Recordaré siempre, toda la vida, el gran confort que probé al ver delante de mí, esa mañana, esa figura (...) recordaré siempre su espalda curva para recoger, en las habitaciones, nuestra ropa esparcida, los zapatos de los niños, con gestos de bondad humilde, piadosa y paciente”, escribe Ginzburg. Esa mera espalda curva es un tótem inolvidable de la ayuda a los perseguidos injustamente, por ser antifascistas, judíos u otras causas. Años antes, Adriano Olivetti había ayudado a poner a salvo a Filippo Turati.

El hermano de Natalia Ginzburg tuvo que nadar en un río huyendo de una dictadura. Hoy también los hay que se mojan huyendo de dictaduras, guerras y racismo (si son ucranios —blancos y de raíz cristiana— no hay problema; lo hay con aquellos que llevan otra tez y fe). Otros huyen simplemente de la miseria. Nadie dice que sea fácil gestionar ni lo primero ni lo segundo, que tienen características diferentes. Pero en cualquier caso, ciertos discursos no son parte de la solución, sino de un problema que puede alimentar derivas monstruosas. Evítense.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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